¿La Iglesia que fundó Jesús era jerárquica? Puesto que muchos hoy acusan a la Iglesia Católica de ser el resultado de la paganización que Constantino hizo del cristianismo en Nicea, vamos a ver qué hay de cierto en todo ello. Este artículo pertenece a la serie CONSTANTINO O LA IGLESIA PRIMITIVA. De los 10 puntos que nos dispusimos a analizar veremos hoy el 3, un asunto muy criticado especialmente por los evangélicos y los paraprotestantes:
1- La presencia real de Jesús en la Eucaristía
2- La consideración de que la misa católica es un sacrificio
3- Jerarquización de la Iglesia
4- Refuerzo de la autoridad del obispo de Roma
5- Se da el nombre de “católica” a esta nueva iglesia que él fundó.
6- La veneración a la Virgen y a los santos
7- Divinización de Jesús
8- Celebración del día del Señor en domingo
9- Selección del canon bíblico
10- Creación del rito de la misa católica
El origen de la jerarquía católica
En realidad hay dos versiones sobre este asunto. Hay quienes dicen que la Iglesia primitiva no era jerárquica y fue Constantino quien la jerarquizó, pero también hay quienes afirman que en la Iglesia del siglo IV ya había un sector (léase “secta”) que poco a poco se había ido jerarquizando en contra de las intenciones de Jesús. Esta supuesta secta católica sería la que Constantino oficializó porque le encajaba mejor con sus planes, eliminando (incluso físicamente) a la verdadera Iglesia cristiana, que no sería jerárquica sino asamblearia y autónoma (al estilo de las iglesias evangélicas actuales), y es por eso que la Ruptura Protestante de Lutero era una necesaria restauración de esa Iglesia auténtica que fue suprimida por Constantino, ruptura profundizada por las iglesias evangélicas posteriores. Aquí intentaremos demostrar que ambas visiones son equivocadas.
Constantino no creó ninguna jerarquía porque esa jerarquía estaba ya plenamente formada desde los primeros años, y tampoco podemos suponer que existiera en el cristianismo una “secta” jerarquizada diferente del resto de la Iglesia. Ya hemos visto en artículos anteriores que la Iglesia primitiva era bastante homogénea –precisamente por su carácter jerárquico– y los grupos heréticos eran minoritarios y, salvo gnósticos y arrianos, poco menos que anecdóticos y locales. La Iglesia que va a Nicea no es ninguna pequeña secta herética que reciba el apoyo del emperador, sino que toda la Iglesia cristiana fue allí convocada, de todas las regiones del imperio pero también de las zonas fuera del imperio que ya tenían una presencia cristiana (como por ejemplo Persia y las tierras germánicas), por lo tanto el concilio de Nicea no fue una reunión con intenciones políticas entre el emperador y un grupito de escogidos que decidieron eliminar al resto, no hay nada en la historia que pudiera apuntar en esa dirección sino todo lo contrario (si quiere más información consulte los artículos de la serie sobre Nicea aquí). Lo que en este artículo veremos es que esa jerarquía ni fue creada en el siglo IV ni fue desarrollada poco a poco por una reducida minoría sectaria, sino que su génesis está en el mismísimo Jesús, fue desarrollada por los mismos apóstoles, y luego adaptada a las nuevas necesidades que fueron surgiendo a medida que el número de fieles y la extensión geográfica iban aumentando exponencialmente, como ocurre con cualquier organización que crece.
La Iglesia Católica actual (y la Ortodoxa) tiene tres niveles de jerarquía, de menor a mayor serían:
1- diáconos
2- presbíteros
3- obispos
Los otros cargos como arzobispo, cardenal e incluso papa, son variaciones de estos con diferencias de jurisdicción y funciones, pero no jerarquías nuevas; por ejemplo el papa es el obispo de Roma, cuya jurisdicción abarca a toda la Iglesia y por tanto está por encima de los demás obispos pero no es una cosa diferente al obispo. Los presbíteros son los comúnmente llamados “sacerdotes” o “curas” (de “curato”, el encargado de la cura de almas) en la Iglesia católica, o “popes” en la Iglesia ortodoxa, aunque la palabra técnica sigue siendo “presbíteros”. Veamos cómo y cuándo se originan estos tres niveles jerárquicos a ver si son invención católica o son cargos bíblicos.
Jesús y la primera fase de jerarquización de la Iglesia
El primero que inicia una incipiente pero clara jerarquía es el mismo Jesús. El número de seguidores es todavía muy reducido pero aún así Jesús cree conveniente sentar para su Iglesia unas bases jerárquicas pensando en las necesidades futuras, pues de lo contrario, un gran aumento numérico y geográfico de su doctrina supondría inevitablemente una fragmentación y diversificación, tal como podemos ver claramente, por ejemplo, en las creencias paganas griegas (con múltiples ritos y versiones distintas) o en las actuales iglesias evangélicas.
Jesús no empieza como Juan el Bautista predicando por plazas y campos a gente que le escuchaba y luego volvía a su vida normal, Jesús quiso crear una organización a la que poder formar intensamente durante su breve magisterio. Su intención desde el principio era crear una estructura organizativa que continuara su labor, un “grupo duro” que asumiera el control de la Iglesia cuando él se marchara físicamente. Juan Bautista predicaba y tenía discípulos que le seguían, pero Jesús, además de discípulos, tenía 12 apóstoles, el primer nivel jerárquico, y lo hizo antes aún de comenzar a predicar; fue algo premeditado y planificado, no un acontecimiento circunstancial ni una idea posterior surgida de las necesidades evolutivas.
El inicio del magisterio de Jesús tiene como preámbulo el Bautismo y las Tentaciones del desierto. Al regresar del desierto ya tenemos a un Jesús preparado para comenzar la predicación del Reino, ¿y qué es lo primero que hace? No empezó a recorrer pueblos gritando su mensaje, como hicieron Juan, los profetas y todos los predicadores de entonces, sino que primero eligió a cuatro de los apóstoles: Santiago, Juan, Pedro y Andrés (Marcos 1:16-20), un núcleo básico que muy pronto se iría completando hasta llegar a los doce. Según Juan, en el capítulo primero, Jesús llamó a sus primeros discípulos nada más volver del desierto, y fue más tarde, tras las bodas de Caná (a la cual nos comenta que también fueron esos primeros discípulos) cuando comenzó su predicación por instigación de su madre a pesar de las protestas de Jesús de que su tiempo “aún no había llegado” (Juan 2:1-12). Fue después de elegir a sus primeros discípulos íntimos cuando comenzará, con ellos, a predicar su nuevo mensaje. Así que, estrictamente hablando, no es que la Iglesia se jerarquice, sino que Jesús primero crea una jerarquía y después comienza a construir su Iglesia. Es evidente que Jesús no fue improvisando según avanzaban los acontecimientos (como en parte sí harían luego los apóstoles), sino que tenía desde el principio muy claro cuál era el proyecto que quería desarrollar, lo cual no es de extrañar si reconocemos en él al mismísimo Dios rematando su proyecto de salvación.
Estos doce discípulos fueron siempre los receptores más privilegiados de su mensaje, los que iban siendo formados para su misión posterior, formación rematada en Pentecostés por el Espíritu Santo. Su objetivo no era simplemente convertirles a ellos, sino prepararles a fondo para que le ayudasen a convertir a los demás, pensando en que ellos serían los pilares de su Iglesia cuando él no estuviera. Pero no acaba ahí la estructura jerárquica creada por Jesús. Cuando ya sus seguidores eran muchos, nombró a setenta discípulos como ayudantes y predicadores (Lucas 10:1-12) –segundo nivel de la jerarquía–, y cuando su movimiento fue suficientemente grande, y ya después de la Resurrección, nombró a un tercer nivel jerárquico de 500 discípulos.
En honor a la verdad habrá que admitir que este tercer nivel no aparece expresamente descrito en ninguno de los cuatro evangelios, pero San Pablo nos habla de que en una de las apariciones de Jesús tras su Resurrección reunió a 500 discípulos (1 Corintios 15:3-8), y la tradición recogió el recuerdo de que esos 500 discípulos eran los que estaban en el monte Tabor cuando llegaron los 11 apóstoles (Judas había muerto) que Mateo nos comenta. Allí Jesús les envió a predicar y bautizar por todas las naciones, tal como nos cuenta, entre otros, San Mateo 28:16-20.
Recordemos también que tras su resurrección, Jesús nombró a Pedro como líder de su Iglesia, como ya comentamos en El Primado de Pedro, aunque como hemos dicho ya, esto no supone una jerarquía nueva sino el dar a uno de los apóstoles liderazgo sobre el resto. A eso se le llama organización. Ya tenemos el esbozo de lo que serán los tres niveles actuales. Podríamos incluso establecer un cierto paralelismo entre estas semillas dejadas por Jesús y la forma que más tarde tomarían:
1- los 12 apóstoles = obispos
2- los 70 discípulos = presbíteros
3- los 500 predicadores = diáconos
(el principal de los apóstoles, Pedro = el principal de los obispos, el papa)
La era apostólica y la segunda fase de jerarquización de la Iglesia
A medida que la Iglesia fue creciendo y extendiéndose fue necesario ir ampliando y reestructurando la jerarquía que Jesús había iniciado. En Hechos vemos cómo los apóstoles se plantean la necesidad de nombrar ayudantes, que serán no simplemente elegidos, sino ordenados (sacramentalmente) a tal fin por imposición de manos, o sea, son mucho más que simples hombres realizando una función práctica, son hombres consagrados. El libro de Hechos nos habla de la creación del primer nivel de la era apostólica: diáconos, y lo hace explicando que se consideró necesario nombrarlos “al multiplicarse los discípulos”, o sea, al aumentar el tamaño de la Iglesia:
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Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los helenistas contra los hebreos*, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana. Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: «No parece bien que nosotros abandonemos la Palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, y los pondremos al frente de este cargo; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra.» Pareció bien la propuesta a toda la asamblea y escogieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Pármenas y a Nicolás, prosélito de Antioquía; los presentaron a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos. (Hechos 6:1-6)
* Los aquí llamados “hebreos” son los cristianos palestinos de lengua aramea, mientras que los “helenistas” son los cristianos convertidos de la comunidad judía que procedía de la diáspora y hablaba griego. Ambas facciones convivían pero con tensiones, pues los hebreos eran al principio partidarios de un cristieanismo judaizado y los helenistas defendían que la Nueva Alianza de Jesús derogaba las leyes Mosaicas. El Concilio de Jerusalén se convocó para resolver este conflicto y finalmente las tesis de San Pablo saldrían victoriosas (más información).
El mencionado Esteban es San Esteban, el primer mártir cristiano, apedreado a las puertas de Jerusalén (más información).
Es cierto que aún no los llaman “diáconos”, pero no importa cómo se llamen, sino el cargo en sí. Vemos que empiezan siendo ayudantes consagrados para cuestiones prácticas, pero cuando la Iglesia siga aumentando también irán aumentando sus funciones. Ireneo de Lyon, discípulo de Juan, conoció a uno de esos siete, Esteban, y en sus escritos le llama ya “diácono” (διακονος), así que tal parece ser el nombre que acabaron dándole a ese cargo inaugurado en esos siete. Pero la primera mención a los diáconos con tal nombre la encontramos ya en la carta de Pablo a los Filipenses (Filipenses 1:1), donde empieza saludando, entre otros, a los diáconos de aquella comunidad. Más adelante, con una Iglesia ya extendiéndose por todo el imperio, encontramos a los diáconos por todas las comunidades, y el autor de la carta a Timoteo, probablemente Pablo, ve necesario comentar algo sobre cómo deben ser:
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También los diáconos deben ser dignos, sin doblez, no dados a beber mucho vino ni a negocios sucios; que guarden el Misterio de la fe con una conciencia pura. Primero se les someterá a prueba y después, si fuesen irreprensibles, serán diáconos. Las mujeres igualmente deben ser dignas, no calumniadoras, sobrias, fieles en todo. Los diáconos sean casados una sola vez y gobiernen bien a sus hijos y su propia casa. Porque los que ejercen bien el diaconado alcanzan un puesto honroso y grande entereza en la fe de Cristo Jesús. (I Timoteo 3: 8-13)
No vemos aquí a los diáconos simplemente como ayudantes en una función práctica, sino que ya parecen tener un papel más sagrado, aunque su función seguirá cambiando y redefiniéndose junto con el avance de la Iglesia y sus nuevas necesidades.
El segundo paso dado por los apóstoles será la ordenación de presbíteros (los sacerdotes), un nivel superior a los diáconos y con mayores y más sagradas funciones. Aparecen mencionados en diversas partes del Nuevo Testamento (Hechos y epístolas), pero a mediados de Hechos ya nos cuentan que Pablo iba ordenando presbíteros en todas las comunidades que creaba:
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En cada comunidad establecieron presbíteros, y con oración y ayuno, los encomendaron al Señor en el que habían creído. (Hechos 14:23)
Y de nuevo llegarán consejos sobre cómo deben ser estos presbíteros, y vemos que el grado de exigencia es mayor que para los diáconos, porque mayor son también sus funciones:
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Te he dejado en Creta, para que terminaras de organizarlo todo y establecieras presbíteros en cada ciudad de acuerdo con mis instrucciones. Todos ellos deben ser irreprochables, no haberse casado sino una sola vez y tener hijos creyentes, a los que no se pueda acusar de mala conducta o rebeldía. Porque el que preside la comunidad, en su calidad de administrador de Dios, tiene que ser irreprochable. No debe ser arrogante, ni colérico, ni bebedor, ni pendenciero, ni ávido de ganancias deshonestas, sino hospitalario, amigo de hacer el bien, moderado, justo, piadoso, dueño de sí. También debe estar firmemente adherido a la enseñanza cierta, la que está conforme a la norma de la fe, para ser capaz de exhortar en la sana doctrina y refutar a los que la contradicen. (Tito 1:5-9)
Entonces ya solo nos quedaría encontrar en la era apostólica el último y más alto nivel jerárquico, la figura del obispo. En realidad, puesto que los obispos son los sucesores de los apóstoles, podemos decir que los obispos fueron ya creados por Jesús (los apóstoles), pero a medida que la Iglesia iba creciendo en tamaño y extensión (y al mismo tiempo los apóstoles iban pereciendo), estaba claro que había que nombrar más obispos que actuaran en representación de los apóstoles y aseguraran la cohesión de la Iglesia en todas las tierras. Y eso es lo que encontramos, ya en vida de los apóstoles tenemos constancia de que se han empezado a nombrar obispos. No tenemos constancia en la Biblia del momento en que se plantea el problema y se decide empezar a nombrar obispos, pero sí tenemos constancia de que ya se han creado. Uno de los pasajes que los mencionan es este de Pablo en donde da consejo sobre cómo deben ser:
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Palabra fiel es ésta: Si alguno aspira al cargo de obispo, buena obra desea hacer. Un obispo debe ser, pues, irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, de conducta decorosa, hospitalario, apto para enseñar, no dado a la bebida, no pendenciero, sino amable, no contencioso, no avaricioso. Que gobierne bien su casa, teniendo a sus hijos sujetos con toda dignidad (pues si un hombre no sabe cómo gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la iglesia de Dios?); no un recién convertido, no sea que se envanezca y caiga en la condenación en que cayó el diablo. Debe gozar también de una buena reputación entre los de afuera de la iglesia, para que no caiga en descrédito y en el lazo del diablo. (1 Timoteo 3:1-7)
En algunas traducciones, sobre todo protestantes, a veces en vez de la palabra “obispo” dice “el que preside”, “el presidente” o cosas por el estilo, pero eso solo es cuestión de gustos a la hora de traducir el griego original ἐπίσκοπος (“episkopos”= vigilante, inspector, supervisor, superintendente) pero que en su nueva dimensión religiosa cristiana pasó tal cual al latín (episcopus), y de ahí a las lenguas modernas, como “obispo” (adjetivo: episcopal). En 1 Timoteo 3:1 “si alguno aspira al cargo de obispo” dicen en original: εἴ τις ἐπισκοπῆς ὀρέγεται (ei tis episkopēs oregetai). Traducir “episkopos” por “presidente” es lo mismo que si traducimos “rey” por “gobernante”, pues ese es el origen etimológico de la palabra, pero no podemos negar que un rey es más que un simple gobernante. Del mismo modo a veces traducen “anciano” en lugar de “presbítero”, por ser el origen etimológico del término, pero en el Nuevo Testamento, en los contextos mencionados, se está usando esa palabra no para describir una edad, sino para describir un cargo. También la palabra “diácono” significa en griego “servidor”, pero los apóstoles lo usan para designar un cargo con unas atribuciones concretas, nada que ver con los servidores normales. El fondo de esta cuestión muy probablemente se reduce a que las palabras “obispo”, “presbítero” y “diácono” suenan demasiado católicas y evidencian una jerarquía que muchas denominaciones cristianas se esfuerzan por negar.
Lo que sí parece claro es que en la era apostólica, al menos en los documentos del Nuevo Testamento, no hay una distinción clara y radical entre presbíteros y obispos. Pero sí vemos que ciertos presbíteros, normalmente denominados con su función añadida de “epíscopos” (vigilantes) realizan funciones de presidir y también de “vigilar” una o más comunidades para asegurar la coordinación, la no desviación de la doctrina y la resolución de conflictos. Esta función no era necesaria al principio, cuando los cristianos eran pocos y estaban al alcance de los apóstoles, los cuales ejercían esa función, pero al irse extendiendo las comunidades los apóstoles ya no pueden mantener el control de todas ellas y empiezan a utilizar a ciertos presbíteros destacados y de confianza para delegar en ellos sus funciones, con lo cual justamente se considerará a los obispos los sucesores de los apóstoles. Por ejemplo, vemos cómo Pablo deja a Timoteo a cargo de esa función de “vigilante” (epíscopos) para que presida la iglesia local de Éfeso, y a Tito para que presida la de Creta.
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Como te rogué al partir para Macedonia que te quedaras en Éfeso para que instruyeras a algunos que no enseñaran doctrinas extrañas (1 Timoteo 1:3)
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Te he dejado en Creta, para que terminaras de organizarlo todo y establecieras presbíteros en cada ciudad de acuerdo con mis instrucciones. (Tito 1:5)
Vemos que a Timoteo expresamente le pide que vigile la doctrina y a Tito que ordene a otros sacerdotes, lo cual los sitúa por encima de los otros presbíteros. Por si no está suficientemente claro le pide a Tito que ejerza su autoridad religiosa sobre los demás:
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Así debes hablar, exhortar y reprender con toda autoridad. No des ocasión a que nadie te desprecie. (Tito 2:15)
Y así no es de extrañar que a la muerte de los apóstoles encontremos ya textos cristianos en los que se ve con más claridad la separación de funciones entre los obispos y los demás presbíteros. Ya a finales del siglo I y principios del II se ve claramente que la Iglesia está organizada en torno a sus obispos. El propio obispo de Antioquía, muy pocos años después de la muerte de Juan, nos dirá:
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Ahora que por vuestra parte todos habéis también de respetar a los diáconos como a Jesucristo, lo mismo digo del obispo que es prefigura del Padre y de los presbíteros que representan el Senado de Dios y el Colegio de los Apóstoles. Si quitan esto no hay Iglesia. (San Ignacio de Antioquía, Carta a los Tralianos, año 107)
Con posterioridad, a medida que la Iglesia sigue creciendo y expandiéndose en número y geografía, se necesita refinar más la jerarquía para poder seguir ejerciendo las mismas funciones de antes en su nuevo contexto. Ahora hay tantos obispos que se necesita una manera de coordinar también a los propios obispos, de ese modo los obispos de las ciudades más grandes, los metropolitanos, adquieren ciertas funciones de coordinación y supervisión sobre los obispos de ciudades pequeñas. Cuando las comunidades aumenten aún más, varias sedes prominentes irán extendiendo su influencia a todos los obispos metropolitanos de su zona, surgiendo así los patriarcados, y como referencia última estará el papa.
En el siglo IV, cuando llega Constantino, ya estaban bien establecidos los cuatro patriarcados de la Iglesia: Roma, Jerusalén, Alejandría y Antioquía, a los que décadas más tarde se uniría Constantinopla, formando así la Pentarquía. Los patriarcas son obispos que tienen autoridad sobre los demás obispos de su área de influencia, inicialmente es una autoridad moral, finalmente será una autoridad “legal”. Estos cuatro patriarcas son en realidad obispos con jurisdicción sobre otros obispos, así que no podemos hablar de la creación de una cuarta jerarquía postbíblica, sino de una redefinición organizativa por motivos prácticos.
El obispo de Roma tenía a su cargo toda la mitad occidental del Imperio Romano, pero desde el principio fue además considerado como el más importante de todos por ser sucesor de Pedro. Esa primacía era aceptada por los demás obispos y los otros tres patriarcas, pero es cierto que los límites de esa presidencia romana sobre los demás patriarcas fue causa de debate e incluso polémica en muchas ocasiones, agravado por cuestiones políticas, sobre todo cuando el imperio occidental y el oriental se separan definitivamente.
En cualquier caso Roma sería el más importante de los cuatro patriarcados (incluso ahora los patriarcas ortodoxos le reconocen una precedencia en honor). No será hasta años después de Nicea cuando el emperador cree por iniciativa propia (esta vez sí) el patriarcado de Constantinopla en su nueva capital, que poco a poco irá por motivos políticos estableciéndose por encima de los tres patriarcados orientales, siendo “segundo solo tras Roma” (como se dice en su acta de creación), y del mismo modo el papel de Roma irá también evolucionando hacia un control cada vez mayor sobre sus propios obispos occidentales y, con éxito desigual, sobre los otros patriarcados.
En cualquier caso vemos que Constantino no se inventó la jerarquía, que ya estaba entera cuando él llegó, que tiene raíces claramente apostólicas, que empieza con el mismo Jesús y que durante todas sus fases (Jesús, era apostólica, Iglesia perseguida, Iglesia tolerada, Iglesia oficial) lo que vemos es un continuo desarrollo adaptándose a las necesidades, pero básicamente para poder hacer lo mismo de siempre en una organización cada vez más extensa y compleja, y manteniendo los tres niveles creados por Jesús.
Si los apóstoles vieron necesario ampliar la estructura que Jesús había creado, es lógico que después de ellos la Iglesia siguiera haciendo lo mismo, ampliar la estructura que los apóstoles habían creado para poder seguir manteniendo la coordinación y la unidad de doctrina. La dirección de ese movimiento apuntaba claramente a un objetivo: coordinar el funcionamiento global y asegurar la unidad doctrinal. Cuanto más grande es la Iglesia y más extensión tiene, más aumenta la necesidad de reforzar la coordinación, de ahí que el papel del papado como garante de esa unidad fuese también creciendo. Comparando la unidad doctrinal de la Iglesia Católica con la inmensa diversidad de doctrinas protestantes comprendemos fácilmente su utilidad y el peligro que tendría si los obispos o sus comunidades tuviesen autonomía doctrinal, aunque por supuesto no es necesario ni conveniente llegar a extremos (no es tema de este artículo hablar sobre los límites adecuados para esas funciones jerárquicas). Las iglesias que han perdido la jerarquía han perdido también la unidad doctrinal, y desde el mismo Jesús hasta los apóstoles, esa era una de las prioridades principales, si el cristianismo se extiende pero su mensaje se pervierte, de poco sirve su expansión.
Conclusión
Por todo ello, tras examinar los datos bíblicos y los datos históricos, podemos decir que la Iglesia cristiana fue jerárquica desde sus orígenes, y no solo eso, sino que el mismo Jesús sentó las bases y el espíritu de esa jerarquía durante su magisterio; más aún, comenzó a sentar las bases de su futura Iglesia antes incluso de iniciar su magisterio, lo cual no era en absoluto la conducta esperable de alguien que iniciase su andadura como un profeta o predicador. Sin duda Jesús no fue un predicador que al conseguir éxito decidió empezar a organizar a sus seguidores, él tenía claro cuál era su misión, cuál su objetivo y cuál el desarrollo futuro de los acontecimientos, así que antes aún de lanzar su mensaje a las gentes se ocupó de ir construyendo la estructura que permitiría vertebrar y mantener unida a esa Iglesia que desde el principio quiso crear.
No es pues de extrañar que los apóstoles desarrollaran esa noción de jerarquía más adelante. Esto va en clara contradicción contra los grupos cristianos y paracristianos que defienden que Jesús no pretendía crear una Iglesia ni una religión, o que la Iglesia que él creó se basaba en comunidades autónomas. Comunidades autónomas no existieron ni en vida de Jesús ni en vida de los apóstoles, e incluso las primeras herejías que algunas denominaciones protestantes reclaman para sí como si fuesen sus orígenes históricos, estaban también jerarquizadas y frecuentemente capitaneadas por obispos heréticos. La jerarquía católica es la fiel heredera de la jerarquía de la Iglesia apostólica, y se puede discutir si debería o no aumentar la colegialidad, pero no se puede discutir la estructura jerárquica en sí so pena de desviarse de la Tradición y la misma Biblia.
Para las cosas humanas parece que la democracia es el mejor sistema de los que tenemos (o al menos sin duda el menos malo), pero para las cosas de Dios no podemos pretender funcionar de la misma manera, porque la democracia se basa en la voluntad de la mayoría, no hay una verdad absoluta, sino una voluntad en continuo cambio que busca ser reflejada en el poder. La Iglesia custodia una verdad absoluta y no podemos ponernos a opinar si tal doctrina nos parece bien o mal. Pero la jerarquía no es solo el papa, tanto en la Biblia (Concilio de Jerusalén) como en la Iglesia Primitiva (concilios ecuménicos y concilios locales) vemos que los obispos reunidos en concilio, junto con el papa o sus emisarios, han sido un elemento fundamental en la fijación, aclaración y defensa de la doctrina, así que defender la supremacía del papa no está en contradicción con la voluntad de muchos de nosotros de aumentar la colegialidad y el peso de los concilios en asuntos doctrinales.
Incluso el sistema democrático es jerárquico, con un jefe de estado, un parlamento y otros organismos que van creando una pirámide hasta llegar al pueblo llano que se limita a votar y a menudo no mucho más. Las iglesias evangélicas y paraprotestantes, que afirman no ser jerárquicas sino “democráticas”, también tienen cierta jerarquía, con o sin cabeza superior, pero a nivel de asambleas locales tienen sus “ancianos” o equivalente, y en algunos casos lo que tenemos es un pequeño dictador que controla férreamente a su pequeña o grande asamblea, que en los casos extremos producen las ya conocidas sectas destructivas y auténticos “lavados de cerebro”. El fanatismo y la dictadura surgen con mayor facilidad cuando una comunidad tiene un líder sin control externo que cuando está controlado por una institución jerárquica mucho mayor. Un sacerdote loco que empezara a predicar a favor del asesinato de infieles y de dar palizas a las mujeres desobedientes no duraría ni tres días en la Iglesia Católica, pero puede durar toda una vida y amasar multitud de seguidores con total impunidad en una religión como el Islam, que aunque tiene clero no tiene una estructura jerárquica capaz de controlar a sus elementos díscolos. Quienes están en contra de la jerarquía eclesiástica no pueden construir en su lugar un sistema democrático, que también es jerárquico, sino anárquico, y eso sería expresión del relativismo puro y duro, nada que ver con el cristianismo.
Cuestión aparte sería el lado puramente organizativo humano de la Iglesia. En cuestiones puramente mundanas sí sería posible, e incluso deseable, que la Iglesia Católica (y cualquier otra) profundice en su democratización y sea más asamblearia, con más autonomía local para manejar sus asuntos locales, aunque solo sea por adaptarse al espíritu de los tiempos. Los cristianos medievales no tenían noción ni espíritu participativo en la toma de decisiones pero los cristianos modernos, al menos en Occidente y algunas otras partes, son ciudadanos acostumbrados a participar en la toma de decisiones, al menos en ciertos niveles, y si les cierran las puertas a la participación se sienten excluidos e incluso distanciados de una Iglesia que se les impone desde arriba en lugar de ser la comunidad en la que participan.
Hay que diferenciar bien entre qué asuntos son doctrinales (verdades inmutables) y qué asuntos son mundanos y por tanto mutables y susceptibles de ser adaptados a los tiempos. Asuntos de actualidad como el celibato sacerdotal, la participación de la mujer en la jerarquía, el uso del preservativo, etc. no son temas doctrinales y por tanto sí están abiertos al debate, y ese debate puede ser democrático, incluso moverse de abajo a arriba. Los asuntos doctrinales solo pueden moverse de arriba abajo; así lo quiso Jesús, así lo organizaron los apóstoles, así lo ha mantenido la Iglesia Católica durante sus 2000 años de historia. La jerarquía no tiene que ser un sistema dictatorial, pero es un sistema bíblico, eficaz e instaurado por el mismo Dios hecho carne.
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