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El canon bíblico en el nuevo testamento: Tradición y Escritura

Este artículo pertenece a la serie CONSTANTINO O LA IGLESIA PRIMITIVA. De los 10 puntos que nos dispusimos a analizar, veremos hoy el 9, el referido al bulo de que la Iglesia Católica en Nicea eliminó del Nuevo Testamento todos los evangelios que no le gustaban:

1- La presencia real de Jesús en la Eucaristía
2- La consideración de que la misa católica es un sacrificio
3- Jerarquización de la Iglesia
4- Refuerzo de la autoridad del obispo de Roma
5- Se da el nombre de “católica” a esta nueva iglesia que él fundó.
6- La veneración a la Virgen y a los santos
7- Divinización de Jesús
8- Celebración del día del Señor en domingo
9- Selección del canon bíblico
10- Creación del rito de la misa católica

9- El canon bíblico

Sobre el asunto del canon bíblico neotestamentario, toca aquí demostrar que ni Constantino ni Nicea tuvieron nada que ver en su elaboración, y para ello haremos un viaje sobre cómo consideraban los primeros cristianos las fuentes de su fe y cómo fue tomando cuerpo ese canon. Intentaremos profundizar en el análisis histórico de los hechos, dando por sentado que el Espíritu Santo guio todo el proceso que se produjo en la Iglesia para asegurarse de que el canon final recogiera todos y solo aquellos libros que verdaderamente recogían la Palabra de Dios con exactitud. Prometemos también sorpresas para católicos y protestantes y sacaremos importantes conclusiones sobre la doctrina de la Sola Scriptura.

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Introducción

Una de las frecuentes acusaciones que se hacen últimamente al Concilio de Nicea es que allí se inventaron el canon bíblico, o sea, de entre «la multitud» de evangelios existentes, los obispos decidieron (supuestamente bajo la presión del emperador Constantino) qué libros eran inspirados y cuáles no según les convenía a los asistentes y, sobre todo, al emperador. Además en los libros elegidos, dicen ellos, Constantino se encargó de modificar el texto a su antojo para transformar el supuesto cristianismo primitivo en una mezcla paganizada lista para servir de instrumento de poder, y entre otras cosas, decidió que Jesús debía ser considerado un dios (sobre ese asunto concreto ya escribimos este otro artículo: Jesús es Dios ¿por orden de Constantino?).

Esto es sencillamente falso, el asunto del canon ni siquiera se trató en el concilio y ningún dato histórico nos permite suponer que el concilio tuvo alguna influencia al respecto. En realidad la Iglesia primitiva no tenía un canon en el sentido actual de un listado único y definido de libros considerados Palabra de Dios. Eso llegó más tarde, y aquí veremos cómo fue desarrollándose. Y por supuesto, aunque pueda resultar obvio decirlo, veremos que Dios no lanzó desde el cielo un tomo de libros para Abraham, Moisés o San Pablo diciendo «aquí está mi Palabra con todo lo que tenéis que saber», lo cual sí sería un muy buen argumento para la Sola Scriptura y de paso le podría haber dado a Constantino un «pastel» claro sobre el que poder «hincar el diente». Pero la realidad fue muy diferente. Si hoy nos parece básico y evidente apoyar nuestra fe en la Biblia, tendremos que hacer un esfuerzo para remontarnos a los tiempos en los que esa misma Biblia aún no existía, o incluso más tarde, cuando ya existía pero no era considerada aún Biblia. En este artículo trataremos sobre la formación del canon del Nuevo Testamento, que es lo que afecta a la polémica sobre Constantino, y en este otro artículo aparte trataremos: la formación del canon del Antiguo Testamento.

Pero antes de empezar necesitamos aclarar un dato que a menudo produce confusión en este tipo de discusiones: en el siglo I, cuando se hace referencia a los libros sagrados, las Escrituras (con mayúsculas), se está hablando de la Biblia judía, lo que hoy llamamos Antiguo Testamento (A.T.). Las cartas de Pablo y otros apóstoles se acogen con enorme respeto y autoridad porque provienen de aquellos que fueron testigos de primera mano (o de segunda, en el caso de Pablo), y sus enseñanzas se consideran fieles y verdaderas. Pero en un principio estos escritos no son considerados Palabra de Dios en el mismo sentido que se consideraban los escritos del A.T. y hasta bien entrado el siglo segundo, cuando hablaban de «el Evangelio» (no «evangelios») se referían siempre al mensaje de Jesús, no a ningún texto. Por supuesto esta idea no encaja bien con la doctrina protestante de la Sola Scriptura, pero como veremos en este artículo, primero fue la Tradición y luego la Escritura, y fue la primera la que originó y dio sentido a la segunda. Por algo Jesús envió sus discípulos a predicar, y no a escribir libros.

El testimonio de Pedro

Pedro llaves

Solo hay en el Nuevo Testamento (N.T.) una referencia aparentemente clara que se puede usar para decir que ya a mediados del siglo primero los mismos apóstoles eran conscientes de que existía una Escritura cristiana, o sea, unos escritos cristianos (un proto-N.T.) que se consideraban ya claramente Palabra de Dios:

[

Tengan en cuenta que la paciencia del Señor es para nuestra salvación, como les ha escrito nuestro hermano Pablo, conforme a la sabiduría que le ha sido dada, y lo repite en todas las cartas donde trata este tema. En ellas hay pasajes difíciles de entender, que algunas personas ignorantes e inestables interpretan torcidamente –como, por otra parte, lo hacen con las otras Escrituras– para su propia perdición. (2 Pedro 3:15-16)

En este pasaje la mayoría de los exegetas consideran que al decir «Escrituras» San Pedro se refiere al A.T., pero como está hablando de las cartas de San Pablo, al decir «las otras Escrituras» parece claro que esas cartas paulinas son también Escrituras (en el sentido de escritos sagrados) al mismo nivel que el A.T., de lo contrario decir «las otras» no vendría a cuento. No obstante, como a menudo sucede, las cosas no son tan simples. Contra esta interpretación hay dos argumentos.

El texto

La expresión griega original dice «τας λοιπας γραφας» (tas loipas grafas), que significa «los otros escritos». «Graphas» es un plural y puede significar «Escritura» (en el sentido de «escritos sagrados») o también «escritos/textos», o sea, simplemente libros o textos (no tiene mayúsculas el original), y elegir una u otra traducción supone ya hacer una interpretación. Si en vez de «las otras Escrituras» lo traducimos como «los otros escritos», la traducción es igualmente fiel pero el sentido cambia totalmente; ya no estamos considerando las cartas paulinas como parte de las Sagradas Escrituras, sino simplemente como parte de un grupo de textos. En ese caso esos otros escritos pudieran ser otros textos paulinos que no se han conservado (la mayor parte de lo que los apóstoles escribieron se ha perdido) o incluso el mismo libro de Hechos, que prácticamente es una biografía sobre San Pablo, o también podría estar refiriéndose a los escritos de otros apóstoles o de otros autores cristianos. Por lo tanto el texto griego original no puede usarse ni a favor ni en contra de la idea de que San Pedro considerase las cartas paulinas como libros sagrados. La traducción de la Vulgata latina usada por la Iglesia Católica (et ceteras scripturas) tiene la misma ambigüedad que el original griego. Por otra parte no vemos nunca ni a Pablo ni Pedro ni a ningún apóstol expresando la idea de que lo que están escribiendo sea Palabra de Dios, salvo cuando se limitan a transmitir esa palabra (al igual que puede hacer un sacerdote leyendo la Biblia en la misa). Solo el libro del Apocalipsis afirma claramente ser una revelación divina, y curiosamente ese libro no solo es el más tardío de todos (finales del siglo primero), sino que también fue el más discutido y el que más tardó en aceptarse unánimemente como Palabra revelada. También hay otros escritos de la misma época que afirman estar inspirados por Dios y tampoco eso bastó para que la Iglesia terminara incluyéndolo en el canon.

El autor

Otro argumento en contra de ese uso de esta cita es incluso más contundente, aunque no todos lo aceptarán. Tanto en la Iglesia Católica como en las protestantes la mayoría de los expertos consideran hoy que esta segunda epístola de Pedro no fue escrita por el apóstol, sino por un seguidor suyo (de segunda o tercera generación) muy probablemente a mediados del siglo segundo. La misma Iglesia primitiva tuvo polémicas sobre la autoría de esta epístola, pues algunos la consideraban de Pedro y otros de un discípulo posterior.  Sería por tanto el texto bíblico más tardío de todos, y en ese caso sí pudiera ser que el autor considerase las cartas paulinas como parte de las Escrituras, pues por aquellos años es precisamente cuando comienza a extenderse la conciencia de que ciertos escritos cristianos eran inspirados, y por tanto estaban al mismo nivel que «las Escrituras», o sea, que el A.T.

Nota: Algunos se escandalizarán de la posibilidad de considerar que esta carta de San Pedro en realidad no fuera escrita por San Pedro, como si ello la pudiera invalidar. Si usted considera que solo son Escritura los textos escritos por los apóstoles (como a veces se dice), entonces recuerde que de los 4 evangelios sólo dos (Mateo y Juan) fueron escritos por un apóstol. Si considera que la revelación se cerró con la muerte del último de los apóstoles (Juan), verdaderamente está en lo cierto, pero eso no impide que un discípulo posterior pudiera poner por escrito parte de esa revelación recibida. Por eso la Iglesia primitiva a veces consideró parte de las escrituras textos como la carta del papa Clemente y algunos más, que fueron escritos después de la era apostólica pero se consideraba que transmitían fielmente las doctrinas apostólicas. Y por esa misma razón la Iglesia ha considerado desde el principio que ya no podía innovar o modificar la doctrina, pero sí profundizar en ella y desarrollarla. O sea, que sea o no el apóstol Pedro el verdadero autor de esta carta no influye para nada en el hecho de que la consideremos un texto inspirado y por lo tanto parte de las Escrituras, al igual que ocurre con varias otras epístolas que hoy se atribuyen a discípulos de los apóstoles bajo cuyo nombre se publicaron.

Decimos pues que los apóstoles, al escribir sus epístolas, no eran conscientes de estar escribiendo bajo inspiración divina, ni tampoco los cristianos de su época así lo consideraban. Igualmente ocurrió con los cuatro evangelios canónicos. Muy pronto fueron acogidos como relatos fidedignos de la vida y obra de Jesús, y como tal empezaron a extenderse y usarse por todas las iglesias ya en el siglo primero. Del mismo modo había varios libros y epístolas (como la mencionada epístola del papa Clemente, siglo I, o El Pastor de Hermas, librito de principios del II) que también eran juzgados veraces y con autoridad, y usados como fuente de verdad aunque sus autores no fueran ni apóstoles ni discípulos directos de Jesús, sino solo cristianos que recogían el mensaje de Cristo con fidelidad. Pero lo cierto es que durante más de cien años, o sea, hasta finales del siglo segundo, la Iglesia cristiana de todas partes consideraba que su fe se basaba en la Tradición oral trasmitida por los apóstoles y sus sucesores, recogida en y custodiada por la Iglesia, y no en ningún escrito concreto.

El testimonio de Pablo

San Pablo escribiendo

En aquellos años (siglo I y hasta mediados del II) aún estaba muy viva la predicación de los discípulos de Jesús, y muchos cristianos eran discípulos de los apóstoles o de sus discípulos, por lo que las predicaciones eran aún algo vivo y fresco en aquellas iglesias. De hecho si ciertos escritos y epístolas recibieron la consideración de «portadores de la verdad cristiana» fue porque encajaban perfectamente en esa Tradición oral recibida, y no al revés. En este sentido, la doctrina protestante de la «Sola Scriptura» necesitaría demostrar justo lo contrario, que el cristianismo de los primeros años fue solo un conocimiento difuso hasta que los escritos bíblicos fueron redactados, y entonces todos los cristianos pudieron ya acudir a esos textos para conocer la verdad. Pero lo que vemos es totalmente lo opuesto, los cristianos reciben su fe de forma oral, y cuando empiezan a aparecer textos difundiendo el cristianismo, solo aquellos que se ajustan del todo a esa fe que han recibido oralmente serán considerados fiables y dignos de ser usados para la instrucción y conocimiento de la fe. Es por eso que algunos textos rápidamente logran la aceptación de todos (como los 4 evangelios y buena parte de las epístolas) mientras que otros reciben diferentes grados de aceptación en las diferentes iglesias, aunque estas variaciones iniciales no impiden que todas las iglesias sean conscientes de que comparten una misma y única fe apostólica: la Tradición. Por eso no puede sorprendernos que precisamente San Pablo aluda repetidamente a la fe transmitida como una «tradición», o sea, algo transmitido oralmente, y no como unos escritos de los que no nos podemos salir:

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Os alabo porque en todas las cosas os acordáis de mí y conserváis las tradiciones tal como os las he transmitido. (1 Corintios 11:2)

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Hermanos, os mandamos en nombre del Señor Jesucristo que os apartéis de todo hermano que viva desordenadamente y no según la tradición que de nosotros recibisteis. (2 Tesalonicenses 3:6)

[

Así pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta. (2 Tesalonicenses 2:15)

En estas citas, y en otras, Pablo no habla de «los textos transmitidos», sino «las tradiciones transmitidas». Si alguien considera que esa tradición recibida en realidad se está refiriendo a los escritos del N.T. baste señalar que cuando Pablo escribe estas cartas solo se ha escrito una pequeña parte de él, y en cualquier caso la expresión «las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, DE VIVA VOZ O POR CARTA» deja bien claro que, tal como cree la Iglesia Católica, no solo los textos, sino también la tradición oral, son los dos pilares que formaron al cristianismo. Y ahí vemos que Pablo considera sus cartas no como Escritura Sagrada, sino como parte de la tradición cristiana que está intentando transmitir a los demás, dando la misma importancia a las enseñanzas que está transmitiendo oralmente como a las que está transmitiendo por escrito, al contrario que los defensores de la Sola Scriptura que consideran que solo los textos que nos dejaron son doctrina verdadera. San Pablo, sin embargo nos muestra que la verdad se está transmitiendo de forma oral (Tradición) y escrita (Escritura), tal como defiende la Iglesia Católica (en sus dos ramas: romana y ortodoxa) y a pesar del rechazo de los protestantes a la Tradición.

Cuando Pablo habla de «Tradiciones» en estos casos, usa la palabra griega «paradosis» (παράδοσις), que significa eso, «tradiciones». Sin embargo en muchas biblias protestantes se cambia la palabra «tradiciones» por «instrucciones» o «doctrinas/enseñanzas», pero el griego tiene palabras perfectamente definidas para ambas cosas (instrucciones= paideia / doctrinas= didescalia, didache, eterodidaskaleo) con significado bien distinto al de «paradosis», palabra que en el griego bíblico significa exactamente «Aquello que se transmite, particularmente enseñanzas transmitidas por un maestro a sus discípulos«, así que estas traducciones erróneas solo pueden justificarse como un intento de deslegitimizar la Tradición tal como la defiende la Iglesia Católica. Intento vano, pues afortunadamente seguimos disponiendo de los textos en el griego original del N.T.

Ellos dicen que Jesús y Pablo condenaron varias veces la tradición. Sin embargo lo que condenan son más exactamente las «tradiciones de los hombres» (o expresión similar), para diferenciarlas de las tradiciones sagradas, que provienen de Dios. Pero incluso esas tradiciones concretas allí criticadas no son condenadas por ser tradiciones humanas, sino que se refieren a casos concretos en los que esas tradiciones desvirtúan la palabra de Dios y chocan con ella. Así vemos en Mateo 15:3 » Jesús les preguntó: ‘¿Por qué también quebrantan ustedes el mandamiento de Dios a causa de su tradición?’ «. El mismo contexto se da cuando Pablo condena las tradiciones humanas en Colosenses 2:8: «Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo«.

Por tanto tenemos que diferenciar entre las tradiciones humanas (condenadas por Jesús y Pablo cuando contradicen o deforman la Verdad) y la Tradición apostólica (transmisora de la Verdad), que el mismo Pablo pide aceptar.

El Antiguo Testamento

rollos del Antiguo Testamento

Los judíos, mientras tanto, tenían un canon más o menos definido sobre qué textos formaban parte de su Biblia y por tanto eran Palabra de Dios, o sea, parte de las Escrituras. Estas Escrituras estaban agrupadas en tres partes: la Ley, los Profetas, y un tercer apartado «Otros Escritos». En tiempos de Jesús «la Ley y los Profetas» (que era como a menudo se referían a la totalidad de las Escrituras) eran ya dos partes cerradas y definidas, pero en el tercer apartado el número de libros admitidos como revelados variaba, de forma que algunos libros eran admitidos en unas comunidades judías como sagrados y en otras no.

Cuando Jerusalén fue arrasada y los judíos dispersados por todo el Imperio, se vio la necesidad de fijar más claramente el canon (y muchas otras cosas) por miedo a que al perder el núcleo unificador de Jerusalén y su Templo la diáspora terminara por generar diferentes sectas judaicas con creencias distintas. Sin embargo esta fijación del canon judío a finales del siglo primero o principios del segundo no tuvo mucho impacto en las comunidades cristianas, que en su mayor parte consideraron eso un asunto interno de los judíos, pues los cristianos de los siglos I y II eran mayoritariamente de lengua griega y por tanto usaban principalmente la versión griega de la Biblia (la Septuaginta) cuyo canon es el que los católicos hemos mantenido hasta el día de hoy.

Por el contrario sí tuvo un enorme impacto un hecho posterior: las predicaciones de Marción a mediados del siglo segundo. Marción fue un hereje con influencias gnósticas y consideraba que el Antiguo Testamento debía de ser enteramente rechazado. La reacción de la cristiandad fue defender a ultranza la validez del A.T. (las Escrituras) como parte de la revelación, además de explicar que sin el A.T. no se puede comprender el mensaje ni la figura de Jesús. Pero en cuanto a lo que hoy consideramos el N.T. la situación cambió poco, se siguió pensando que nuestra fe ha sido transmitida por las predicaciones apostólicas y los diversos escritos cristianos que había por entonces eran un reflejo más o menos veraz y acertado de esas predicaciones y por tanto su valor dependía de cómo de bien mostraran esa Tradición.

La Iglesia antes del canon

Cristianos primitivos

Aunque desde finales del siglo primero vemos algunos casos aquí y allá en los que se habla de ciertos escritos cristianos como inspirados, y por tanto sagrados, será solo décadas más tarde cuando empecemos a ver poco a poco cómo van apareciendo listados en los que se recogen cuáles de esos escritos son considerados totalmente fieles a la verdad. Pero en un principio, dichos listados no surgen como propuestas de un canon sagrado, al estilo de hoy, sino algo así como «lecturas imprescindibles para comprender correctamente nuestra fe». Y es entonces cuando empiezan a surgir polémica sobre ciertos libros, pues algunos defienden que tal o cual libro o carta es totalmente conforme a la fe y otros defienden que no son un espejo suficientemente bueno de esa fe y por tanto no merecen ser declarados «lectura recomendada» (por expresarlo de alguna manera), aunque eso tampoco implicaba siempre pensar que tuviesen doctrinas erróneas. Al fin y al cabo ya había muchos textos y cartas cristianas, y tras rechazar los que no eran conformes a la Tradición verdadera, aún quedaban muchos textos ortodoxos de entre los cuales solo los más selectos merecían ser usados en las asambleas como herramientas para profundizar en la fe.

Esa actitud ante los escritos cristianos explica el hecho de que en los primeros cuatro siglos no hubiera un consenso absoluto sobre qué libros eran inspirados, aunque sí había consenso global sobre cuál era el Evangelio, o sea, la buena nueva predicada por Jesús, y ese Evangelio era lo que la Iglesia transmitía, la Tradición. Esto se ve claro en algunas citas de los primeros cristianos como estas:

[

Porque he oído a ciertas personas que decían: Si no lo encuentro en las escrituras fundacionales (antiguas) [o sea, el A.T.], no creo que esté en el Evangelio [o sea, el mensaje de Jesús]. Y cuando les dije: Está escrito, me contestaron: Esto hay que probarlo. Pero, para mí, mi escritura fundacional es Jesucristo, la carta inviolable de su cruz, y su muerte, y su resurrección, y la fe por medio de Él; en la cual deseo ser justificado por medio de vuestras oraciones. (San Ignacio de Antioquía, Carta a los Filadelfios 8, c. Año 107)

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Junto con las interpretaciones [de los evangelios], no vacilaré en añadir todo lo que aprendí y recordé cuidadosamente de los ancianos, porque estoy seguro de la veracidad de ello. A diferencia de la mayoría, no me deleité en aquellos que decían mucho, sino en los que enseñan la verdad; no en los que recitan los mandamientos de otros, sino en los que repetían los mandamientos dados por el Señor. Y siempre que alguien venía que había sido un seguidor de los ancianos, les preguntaba por sus palabras: qué habían dicho Andrés o Pedro, o Felipe, o Tomás, o Jacobo, o Juan, o Mateo o cualquiera otro de los discípulos del Señor, y lo que Aristión y el anciano Juan, discípulos del Señor, estaban aún diciendo, porque no creía que la información de libros pudiera ayudarme tanto como la palabra de una voz viva, sobreviviente. (Papías de Hierapolis, discípulo de San Juan, año 100, citado por Eusebio de Cesarea en su obra Historia eclesiástica III, 39)

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Porque al usar las Escrituras para argumentar, la convierten en fiscal de las Escrituras mismas, acusándolas o de no decir las cosas rectamente o de no tener autoridad, y de narrar las cosas de diversos modos: no se puede en ellas descubrir la verdad si no se conoce la Tradición [...] Y terminan por no estar de acuerdo ni con la Tradición ni con las Escrituras. (San Ireneo de Lyon, discípulo de San Policarpo, que era discípulo de San Juan. Contra las Herejias. III 2, 1-2. Año 180)

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...pero la fuerza de la Tradición es una y la misma. Las iglesias de la Germania no creen de manera diversa ni transmiten otra doctrina diferente de la que predican las de Iberia o de los Celtas, o las del Oriente, como las de Egipto o Libia, así como tampoco de las iglesias constituidas en el centro del mundo. (San Ireneo de Lyon, Contra las herejías I,10,2. Año 180)
San Ireneo de Lyon

[

Siendo, pues, tantos los testimonios, ya no es preciso buscar en otros la verdad que tan fácil es recibir de la Iglesia, ya que los Apóstoles depositaron en ella, como en un rico almacén, todo lo referente a la verdad, a fin de que «cuantos lo quieran saquen de ella el agua de la vida» [...] Entonces, si se halla alguna divergencia aun en alguna cosa mínima, ¿no sería conveniente volver los ojos a las Iglesias más antiguas, en las cuales los Apóstoles vivieron, a fin de tomar de ellas la doctrina para resolver la cuestión, lo que es más claro y seguro? Incluso si los Apóstoles no nos hubiesen dejado sus escritos, ¿no hubiera sido necesario seguir el orden de la Tradición que ellos legaron a aquellos a quienes confiaron las Iglesias? (San Ireneo de Lyon, Contra las herejías III,4,1. Año 180)

Y recordemos de nuevo que quien tales cosas nos está diciendo en estas tres últimas citas, San Ireneo, no es un cristiano cualquiera, sino un obispo cuyo maestro recibió la fe de boca del mismísimo apóstol San Juan, y Papías escribe esa cita cuando aún está vivo su maestro, también San Juan, y San Ignacio es contemporáneo de Papías. Con lo cual vemos que no es cierto lo que a menudo dicen los protestantes de que la Iglesia primitiva seguía la doctrina de la Sola Scriptura y fue la Iglesia Católica la que en el Concilio de Trento (s. XVI) o en algún otro anterior (tal vez Nicea) consagró la Tradición como segundo pilar de la fe. La Iglesia primitiva consideraba que su fe surgía principalmente de la predicación de los apóstoles, y los escritos apoyaban esa fe, y no al contrario. Sería con el tiempo cuando esos escritos al pasar a considerarse Palabra de Dios, como los del A.T., adquieran un papel principal junto a la Tradición (pero ni mucho menos anulándola). Mientras la predicación apostólica está aún fresca, los textos escritos son considerados por la mayoría un soporte secundario; será cuando pase el tiempo y la predicación original se empiece a ver con cierta lejanía cuando el asunto de qué escritos recogen más fielmente esa tradición vaya adquiriendo cada vez mayor importancia y comiencen a surgir las inquietudes por definir un canon universal para todas las iglesias.

Por eso, si hasta finales del siglo segundo se nos suele hablar de los textos escritos como un apoyo de la Tradición, a partir de entonces vemos cómo va apareciendo también el concepto inverso, afirmando que la Tradición es la herramienta que nos permite interpretar correctamente los textos escritos, lo que quiere decir que la fe ya se basa en ambos pilares, no solo el oral sino ahora también el escrito. Por ejemplo encontramos palabras como estos fragmentos de Tertuliano de Cartago (160-220 d.C.) en su obra «Prescripciones contra todas las herejías», en donde ataca a los herejes que intentan interpretar las Escrituras según sus propios criterios sin hacer caso a la Tradición de la Iglesia recibida de los apóstoles:

Tertuliano de Cartago

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Ellos [los herejes] ponen por delante las Escrituras y, con semejante audacia, inmediatamente impresionan a algunos. [...] primero debe ser discernido a quién corresponde la posesión de las Escrituras, a fin de que no sea admitido a ellas aquél a quien de ningún modo corresponde. [...] no deben ser admitidos los herejes para emprender un desafío sobre las Escrituras, pues sin las Escrituras probamos que ellos no tienen nada que ver con ellas [...] Ahora bien, qué hayan predicado, esto es, qué les haya revelado Cristo, también aquí deduciremos esta prescripción: esto no se debe probar de otro modo sino por medio de las mismas iglesias que los apóstoles fundaron, predicándoles ellos mismos ya sea de viva voz, como se dice, ya sea, después, por medio de cartas. Si así están las cosas, es cierto, igualmente, que toda doctrina que concuerde con la doctrina de aquellas iglesias apostólicas, matrices y fuentes de la fe, debe ser considerada verdadera, pues sin duda mantiene aquello que las Iglesias recibieron de los Apóstoles, los Apóstoles de Cristo, Cristo de Dios [...] Un tratado sobre esta materia no será del todo inútil para instruir tanto a los que están todavía en un estadio de formación como a los que, satisfechos con su fe sencilla, no investigan los fundamentos de la tradición, y, debido a su ignorancia, poseen una fe que está a merced de todas las tentaciones.

Y mucho más contundente aún es San Agustín de Hipona, a quien muchos protestantes pretenden presentar como partidario de la «Sola Scriptura»:

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Todo lo que observamos por tradición, aunque no se halle escrito; todo lo que observa la Iglesia en todo el orbe, se sobreentiende que se guarda por recomendación o precepto de los apóstoles o de los concilios plenarios, cuya autoridad es indiscutible en la Iglesia. (Agustín de Hipona, Carta a Jenaro, Ep 54,1-2)
San Agustín de Hipona
San Agustín de Hipona

[

No creería en el Evangelio si a ello no me moviera la autoridad de la Iglesia católica [...] Si tú dices, No creas a los Católicos: Tú no puedes con rectitud utilizar las Escrituras para traerme a la fe en [el hereje] Maniqueo; porque fue bajo el mandato de los Católicos que yo creí en las Escrituras. [...] Pero si por casualidad tienes éxito en encontrar en las Escrituras un testimonio irrefutable del apostolado de Maniqueo, debilitarías mi consideración para con la autoridad de los Católicos quienes me dicen que no te crea; y el efecto de esto será, que yo no creeré más en las Escrituras tampoco, porque fue a través de los Católicos que yo recibí mi fe en ellas; y así lo que sea que me traigas de las Escrituras no tendrá más peso para conmigo. Así que, si no tienes una prueba clara del apostolado de Maniqueo encontrada en las Escrituras, yo creeré a los Católicos en vez de a ti. Pero si tú encuentras, de alguna manera, un pasaje claramente a favor de Maniqueo, no les creeré ni a ellos ni a ti: ni a ellos, porque ellos me mintieron con respecto a Maniqueo; ni a ti, porque me estas citando esas Escrituras en las cuales he creído bajo la autoridad de "esos mentirosos". Pero lejos de que yo no vaya a creer en las Escrituras; creyendo en ellas, no encuentro nada en ellas que me haga creerte a ti. (San Agustín, Contra la epístola fundamental de Maniqueo, cap V)

Así que aquí en los textos de San Agustín, a caballo entre los siglos IV y V, se habla a menudo de las Escrituras (A y N.T.), pero se rechaza cualquier interpretación de ellas que no esté en concordancia con la Tradición apostólica preservada en la Iglesia. Y es ahora, cuando las Escrituras se han consolidado como el segundo pilar en la transmisión de la fe, cuando los debates sobre qué libros transmiten fielmente la Tradición y cuáles no, cobran fuerza, aunque no tanto como para provocar serios conflictos y enfrentamientos ni para que se lleguen a lanzar acusaciones de herejía por no compartir los mismos listados al 100% (algo frecuente en aquella época en cuanto se consideraba que alguien cambiaba algo de la doctrina). Esta ausencia de acusaciones heréticas es muy buena prueba de que las distintas iglesias consideraban que la fe podía ser la misma aunque los libros usados no fuesen exactamente los mismos.

Esto hace que si el Concilio de Nicea (año 325), Constantino o cualquier otro hubiera manipulado un libro de la Biblia para cambiar doctrinas a su antojo (suponiendo la imposibilidad de que hubiera podido hacerlo sin que nadie se diera cuenta), la reacción de los cristianos no habría sido la de cambiar sus creencias para adaptarse al nuevo texto, sino simplemente habrían rechazado ese texto por no estar conforme con la Tradición viva de la Iglesia. Por no mencionar la obviedad, claro está, de que en esos momentos eran ya millares las biblias repartidas por todas partes dentro y fuera del Imperio, y cualquier modificación habría sido detectada sin ningún problema. No es imaginable que los mismos cristianos (obispos y demás) que estaban padeciendo persecución y muerte por permanecer fieles a su fe, en pocos años aceptaran sin rechistar que el nuevo emperador les cambiara radicalmente las doctrinas cristianas delante de sus narices y reaccionaran al resultado del Concilio con el alborozo general que nos describen las crónicas.

Cómo surgió el canon del Nuevo Testamento

Frente a la idea de que Constantino o Nicea decidieron de golpe qué libros entraban o salían del canon, marcando así en qué habían de creer los cristianos a partir de entonces, hemos visto que el proceso fue muy diferente. La Iglesia primitiva, antes y después de Constantino, tenía muy claro que la fe la recibieron de los apóstoles en lo que se conoce como la Tradición, y es esa Tradición custodiada por la Iglesia universal la que se convierte en la autoridad para posteriormente distinguir qué libros son inspirados y cuáles no.

Algunos de esos libros y epístolas provienen de la propia mano de los apóstoles (el evangelio según San Juan, probablemente el Apocalipsis y también la mayoría de las epístolas) y otros libros y epístolas proceden de la misma Iglesia que recibió esa predicación oral (los otros 3 evangelios y epístolas como la mal llamada segunda de Pedro, etc.). Ni Jesús ni los apóstoles entregaron a la Iglesia unos libros sagrados en donde encontrar toda la doctrina verdadera, sino que fue la Iglesia la que con los años y el uso fue aceptando ciertos textos como fieles reflejos de esa misma Palabra de Dios en la que creían desde los primeros momentos.

Tampoco podemos considerar que el papa o ningún concilio se sentó a deliberar sin más qué libros declarar canónicos y cuáles no, sino que poco a poco, en sínodos y concilios, la Iglesia fue reconociendo oficialmente lo que en ella ya se había aceptado como certeza. Fueron las propias comunidades de base (como diríamos ahora) las que mediante la aceptación o rechazo de textos fueron configurando el canon bíblico del Nuevo Testamento.

En esta formación del canon no vemos en absoluto que el Concilio de Nicea ni ningún otro momento del reinado de Constantino supusiera un punto de inflexión. Cuando finalmente los sínodos y concilios empiecen a sancionar el canon del N.T. (mucho después de Constantino), era tan sólo una ratificación a posteriori de lo que la experiencia de la comunidad creyente había establecido por sí misma. O sea, el canon bíblico como tal, tanto el A.T. judío como el N.T. cristiano, es algo que no llega impuesto por Dios como mandato, sino que surge poco a poco de la propia vivencia religiosa de las comunidades judía y cristiana fieles a la fe recibida y no al revés, como la «Sola Scriptura» sugeriría. Por supuesto, los cristianos (como los judíos), creemos que Dios nos inspiró para que en la formación del canon quedasen finalmente incluidos todos y solo aquellos libros que verdaderamente eran Palabra de Dios, y por eso hoy tenemos la certeza de que nuestra Biblia es cierta y plenamente el Libro Sagrado.

Por qué un canon cristiano

Citemos aquí un párrafo del libro de Baez Camargo sobre la formación del canon bíblico:

“El cristianismo —hace notar C. F. Evans— es único entre las religiones mundiales en cuanto a haber nacido con una Biblia en la cuna”. Se refiere, por supuesto, a la Biblia judía, el Antiguo Testamento. Tan es así, que los primeros cristianos no parecen haber sentido imperiosa necesidad de formarse un cuerpo peculiar y propio de escrituras sagradas. Al parecer les bastaba, en ese respecto, con las del judaísmo. Para lo distintivamente cristiano, que consideraban fundamentado en ellas en mayor parte, se atenían principalmente a la preservación, oral en un principio, de las palabras de Jesús, y a la predicación y testimonio de los apóstoles, de viva voz primero y pronto después también por trasmisión oral de quienes los habían escuchado personalmente. No parecen haber pensado en tener su propia y diferente Biblia, o siquiera una Biblia complementaria. Más tarde, o sea a partir del siglo segundo, aceptaron como normativos los criterios de los Padres de la Iglesia, griegos y latinos, que a su vez fundaban su enseñanza en los dichos de Jesús y la tradición apostólica, hasta donde les habían llegado de fuentes que se iban haciendo cada vez más remotas. Pero la Iglesia primitiva se enfrentaba desde luego con el problema de que esos criterios patrísticos no eran uniformes, y, más aún, a veces resultaban conflictivos.

Es entonces cuando los cristianos empiezan a sentir la necesidad de tener su propio canon de escrituras cristianas para evitar que las diferentes opiniones puedan poner en peligro la unidad de la Tradición apostólica. Y aquí es cuando empieza realmente a considerarse que Tradición y Escritura deben ser dos pilares que se sostengan mutuamente y eviten que por un lado o por el otro se produzcan errores doctrinales. Al apoyarse la Tradición en la Escritura y la interpretación de la Escritura en la Tradición, se logrará mantener la doctrina intacta con el paso de los siglos, tal como la Iglesia Católica (romana y ortodoxa) han demostrado, frente a la enorme diversidad surgida del protestantismo a causa de su rechazo de la Tradición y su idea de que la Sola Scriptura puede bastar para conocer la verdad.

Paso a paso

Evangelios

En el año 100 ya circulan ampliamente por todas las iglesias los 4 evangelios y las epístolas de los apóstoles, pero será sobre todo entre los años 100 y 150 cuando empiece poco a poco a considerarse que esos textos no solo son reflejos fieles de la doctrina de Jesús, sino libros inspirados y por tanto sagrados, o sea, Escritura. Es de notar que en las cartas de Pablo, el apóstol suele describir sus enseñanzas como su opinión o consejo, sin imaginar en ningún momento que esas cartas podrían algún día ser consideradas Escrituras al mismo nivel que el A.T. Es solo cuando cita a Jesús o se apoya totalmente en alguna doctrina del A.T. cuando tiene conciencia de estar transmitiendo la Palabra de Dios, que no la suya. Pero Clemente de Roma en el año 100 ya afirma que Pablo escribió «bajo la inspiración del Espíritu».

En la llamada «etapa canónica», entre el 150 y el año 200, se empieza a hacer una distinción entre los escritos cristianos considerados Escritura y aquellos otros considerados puramente humanos, por muy ortodoxos y edificantes que pudieran resultar. Es en estos años cuando claramente se habla de «Escrituras» para referirse a los 4 evangelios (incluido el libro de Hechos, que originariamente formaba parte del evangelio de Lucas), luego se considerarán de la misma forma las cartas de Pablo, después las otras epístolas y finalmente también el Apocalipsis. Citando de nuevo a Baez Camargo:

De esta manera el discernimiento entre los libros reconocidos como “Escritura” y los demás se iba efectuando gradualmente. Hemos de reiterar que se debió primero a los propios creyentes, según derivaban mayor o menor edificación de lo que leían, y en el grado en que sentían y experimentaban su inspiración y autoridad; después, por la lectura, que se iba haciendo más usual, de algunos de ellos en los cultos, con exclusión de otros; finalmente, por los dictámenes de los obispos que iban, en casos aislados y particulares, autorizando tales o cuales libros y negándoles su autorización a otros. Del siglo 4 en adelante vendrían las decisiones de los concilios. Es muy importante insistir en que la determinación del canon vino por un proceso ascendente, partiendo de abajo, del consenso práctico establecido por el uso de las congregaciones cristianas, y no descendente, emanando como una imposición que procediera, sin más ni más, de las autoridades eclesiásticas.

En torno al año 200 aproximadamente, el canon del N.T. está ya prácticamente cerrado, pero aún quedan flecos, libros polémicos.

Tertuliano, a principios del siglo III es el primero en usar los términos «Antiguo Testamento» y «Nuevo Testamento», lo que denota que los cristianos ya tienen por entonces conciencia de tener un conjunto de nuevos libros sagrados al mismo nivel que las Escrituras judaicas. En estos momentos ya hay unanimidad en todas las iglesias sobre casi todos los libros de nuestro N.T., aunque todavía están bajo discusión las epístolas de Hebreos, Santiago, 2 & 3 Juan, 2 Pedro, Judas y el Apocalipsis. El Apocalipsis planteaba problemas porque su carácter tan alegórico hacía temer a algunos que fuera fuente de fabulaciones de todo tipo (y en ese punto acertaron). Las dudas sobre las otras epístolas no se debían tanto a sus doctrinas como a las dudas sobre sus autores, pues muchos preferían no aceptar como Escritura aquellas epístolas que no vinieran directamente de manos de algún apóstol. Junto a estos, también existía polémica sobre algunos otros libros que eran usados como Escritura en algunas iglesias locales pero que no llegaron a cuajar en la Iglesia universal y por tanto nunca llegaron a ser incluidos en el canon común: El Pastor de Hermas, la Didaché, la epístola del papa Clemente, el Apocalipsis de Pedro, etc.

Las epístolas dudosas que hoy están en el canon fueron poco a poco aceptadas, aunque algunas seguían sufriendo rechazo en ciertas iglesias. Al final el libro más conflictivo fue, como era de esperar, el Apocalipsis, que no tuvo problemas de aceptación en Roma pero sí en Oriente. La polémica estalló en todo su apogeo en el siglo tercero, y finalmente Oriente lo incluyó en el canon también, pero lo excluyó de su liturgia. Al mismo tiempo defendieron la canonicidad de «El Pastor de Hermas».

Al llegar el siglo cuarto quedan todavía algunos libros sobre los que hay diferencias de opinión, y en esas estamos cuando llega Constantino y cesa las persecuciones. La convocatoria del Concilio de Nicea, que no trata el tema del canon, no tiene ningún efecto sobre las discusiones en cuanto a los pocos libros polémicos que quedan, y de esta época tenemos varias biblias en las que se incluye algún libro no canónico, como Hermas o Clemente, o que excluye alguno canónico como Santiago o el Apocalipsis. Medio siglo después de morir Constantino es cuando la Iglesia empieza a actuar en este asunto a nivel oficial, y así se trata el tema del canon en el sínodo de Roma (año 382), y poco después, en el 397, los de Hipona y Cartago.

Roma proclama oficialmente la actual lista de 27 libros, consolidando los universalmente aceptados, despejando las dudas que aún quedaban sobre algunas epístolas (Hebreos y Santiago), y rechazando algunos libros que aún tenían muchos defensores (el Apocalipsis de Pedro y el Pastor de Hermas). Poco después los sínodos africanos se suman al canon proclamado por Roma. La Iglesia gala se sumará también a este canon, de modo que a finales del siglo IV toda la Iglesia de Occidente acepta ya oficialmente el canon actual para el Nuevo Testamento, quedando así el asunto cerrado.

Era el peso de la Tradición el que dejaba claro qué libros habían sido aceptados por todos, pero no podemos olvidar que sobre algunos (hoy canónicos o apócrifos) había dudas. Fue la autoridad de la Iglesia la que zanjó las polémicas y declaró oficialmente la lista de modo que no pudiese haber más dudas. Sin embargo tal declaración se hizo en un sínodo (de autoridad local) y no en un concilio universal, por lo que fue posible que algunos sectores de la Iglesia Oriental pusieran en duda la canonicidad del Apocalipsis de San Juan. Esta disidencia, aunque minoritaria, continuó hasta que los propios orientales decidieron zanjar el asunto en el Concilio de Constantinopla III, año 681.

Como este canon oficial no volvió a ser puesto seriamente en duda, la Iglesia no vio necesario declararlo dogma hasta que la ruptura de Lutero y su intención de sacar varios libros del canon del Nuevo y del Viejo Testamento hizo sonar las alarmas. En el Concilio de Trento de 1563 la Iglesia decide declarar el canon oficial como dogma para evitar que la postura de Lutero pudiese extender el error también dentro de la Iglesia. Y así tenemos un viaje que va desde el siglo III, cuando la mayoría de los cristianos sostenía más o menos el mismo canon que hoy, hasta el siglo XVI en que ese canon se convierte en dogma, pasando por el siglo IV en el que la Iglesia ya dejó proclamado el canon actual de forma oficial.

Como conclusión, podemos decir entonces que el N.T. se ha convertido en la herramienta que Dios nos ha dado a la Iglesia para mantener la Tradición apostólica sin distorsiones a pesar del paso de los siglos hasta el punto de que hoy ya no hay Tradición sin Escritura, pero para mantener viva esa verdad recibida, tampoco puede haber Escritura sin Tradición.

Así como en el A.T. hay algunas divergencias de canon entre católicos, ortodoxos y protestantes, en cuanto al N.T. las tres ramas del cristianismo (2+1) han logrado la total unanimidad, y a pesar de los fracasados intentos de Lutero por sacar algunos libros del canon del N.T., hoy en día todos reconocemos como Palabra de Dios los mismos 27 libros reconocidos por la Iglesia primitiva. Mirando atrás en la historia, esta unanimidad casi puede ser considerada un auténtico milagro y sin duda nuestro más preciado elemento de unidad entre todos los cristianos.

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Si desea leer nuestro artículo sobre el resto del canon lea: El canon bíblico del Antiguo Testamento.

También encontrará más información en nuestro artículo sobre la Formación del Canon Bíblico.

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 Apéndices

En este apéndice hablaremos en concreto de dos de los errores divulgados por la novela «El Código Da Vinci» que mucha gente ha aceptado como si fueran verdad histórica:

  • Los manuscritos hallados en Nag Mahadi contienen los evangelios originales cristianos, los mismos que supuestamente Constantino ordenó destruir para imponer los suyos (que serían nuestros 4 evangelios actuales).
  • Constantino también ordenó destruir todas las biblias existentes anteriormente y las sustituyó por nuevas biblias que habían sido totalmente modificadas por él.
Los manuscritos de Nag Mahadi

En 1945 se descubrió en la población egipcia de Nag Mahadi una biblioteca formada por 52 manuscritos antiguos de los siglos III y IV. No tardaron en aparecer algunas voces que quisieron ver en ellos verdaderos evangelios, incluso los originales y más antiguos evangelios, con lo que los 4 evangelios canónicos que tenemos, tan diferentes en cuanto a estilo y doctrina, serían falsificaciones de Constantino o escritos muy posteriores y por tanto menos de fiar. Pero ha sido la novela de ficción «El Código da Vinci» quien les dio a conocer al gran público presentándolos como los textos más verídicos que tenemos sobre Jesús. Esto está bien para una novela de intriga y ficción, pero no tiene ninguna base histórica.

Esos mal llamados evangelios pertenecían a una comunidad gnóstica. El gnosticismo es una filosofía-religión persa que penetró en el Imperio Romano en la segunda mitad del siglo primero y se mezcló con el cristianismo y también con otras creencias. Los llamados «cristianos gnósticos» (fruto de la corriente gnóstica que asimiló parte del cristianismo) ya eran considerados una herejía en tiempos apostólicos, y los expertos consideran que muchas partes del evangelio de San Juan están escritas específicamente para rebatir creencias y argumentos de estos gnósticos. Más ciencia ficción aún es considerar que fue Constantino en Nicea quien ordenó destruir esos evangelios y modificó a su antojo los 4 actuales. A pesar de que la mencionada novela nos cuenta que estos evangelios gnósticos presentan una versión del cristianismo mucho más al estilo de nuestra época, lo cierto es que ocurre justo lo contrario. Su estilo y mensaje resulta mucho más fantasioso y pretencioso que los evangelios canónicos y su visión de la mujer, al contrario de lo que la novela sugiere, es mucho más denigrante. Pongamos un ejemplo muy claro: Dan Brown habla de que estos evangelios muestran que María Magdalena y la mujer en general son figuras mucho más importantes y relevantes en el cristianismo primitivo de lo que los «manipulados» evangelios actuales nos presentan. Pues bien, en el llamado «evangelio de Santo Tomás» que él menciona se nos dice lo siguiente sobre María Magdalena:

Simón Pedro les dijo: «¡Que se aleje Mariham de nosotros!, pues las mujeres no son dignas de la vida». Dijo Jesús: «Mira, yo me encargaré de hacerla macho, de manera que también ella se convierta en un espíritu viviente, idéntico a vosotros los hombres: pues toda mujer que se haga varón, entrará en el reino del cielo»

Si alguna mujer considera que ese texto está dignificando el papel de la mujer, que levante la mano. El texto claramente nos muestra a un extraño Jesús diciendo que solo las mujeres que se hagan hombres serán dignas de entrar en el Reino. Si como afirma Dan Brown la Iglesia machista manipuló los evangelios en Nicea para, entre otras cosas, quitar importancia al papel de la mujer, entonces ese texto no solo no habría sido eliminado, sino que aparecería en todos los evangelios canónicos actuales. Y eso que precisamente ese supuesto evangelio de Santo Tomás se considera el único que quizá conserve parte de la llamada «fuente Q» (una primitiva recopilación de dichos de Jesús), aunque claramente mezclada con dichos gnósticos muy alejados del cristianismo. Me atrevería a decir que si cualquiera de los que ahora defienden la idea de que los evangelios gnósticos son más verdaderos y «modernos» se molestaran en leerlos, renegarían de ellos escandalizados.

La nueva biblia de Constantino

Por último, mencionemos otra de las acusaciones que a veces se oyen: que Constantino modificó la Biblia, o al menos el Nuevo Testamento, para introducir directamente allí sus doctrinas, a continuación mandó destruir todas las biblias que existían antes del concilio y las sustituyó por su nueva versión, que es la que hoy tenemos. Esta acusación es históricamente insostenible, no hay ni la más mínima constancia de nada de eso, pero esta fábula, como tantas otras, ha sido difundida con bastante éxito por best-sellers como “El Código Da Vinci”, y hoy mucha gente (y no solo ateos) lo cree ciegamente. Esta fantasía se basa remotamente en dos hechos históricos, que después algunos modifican a su antojo para que encaje en su tesis:

1- El concilio de Nicea declaró al arrianismo herejía, y por eso después Constantino ordenó el exilio de Arrio y dos obispos herejes y también la destrucción de todos sus escritos. Esos escritos son los únicos que se manda quemar. Diocleciano, antes de Constantino, en su salvaje y masiva persecución tenía como objetivo no solo acabar con todos los cristianos (consiguiendo asesinar a un 10% de ellos) sino también con todas sus biblias. El resultado en cuanto a las biblias fue mínimo, había biblias repartidas por todo el imperio y también las había ya fuera de él, acabar con todas habría sido tarea imposible, y lo fue. Aunque Constantino hubiera intentado lo mismo, su suerte habría sido similar.

2- Tras el concilio, el emperador encarga a Eusebio de Cesarea la tarea de producir 50 biblias en edición de lujo para regalarlas a las iglesias de Constantinopla. Decir que no hizo 50 sino cientos o miles de ellas para repartir por todo el imperio es sencillamente falso, no hay constancia ninguna ni hubiera sido posible hacer a mano tantas copias en un año. Cierto que las dos biblias más antiguas conservadas casi enteras son ambas de la época de Constantino (el Codex Sinaíticus y el Codex Vaticanus), pero anteriores al siglo IV conservamos muchos fragmentos y libros bíblicos, y entre todos, sí podemos ver cómo era la Biblia entera antes de Constantino, y básicamente no hay nada que varíe, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, y menos aún doctrinas.

En 1968 se hizo una lista con 5.262 manuscritos griegos (lengua original). De ellos, 81 son anteriores al siglo IV y por tanto se escribieron antes de nacer Constantino. Aunque se encontraron en lugares lejanos entre sí, presentan una enorme coincidencia en el contenido, de modo que se garantiza su fidelidad con el original. Si consideramos versiones en otras lenguas el número se amplía, pero si consideramos solo fragmentos podemos aumentar el número muchísimo más y nos remontaremos hasta la primera mitad del siglo I con el papiro P52 que tiene un fragmento de Juan. Ya a principios del siglo III tenemos libros conservados íntegros, como San Juan y San Lucas (papiros Bodmer) o los cuatro evangelios al completo (papiros Chester Beatty). Y por supuesto, también tenemos citas bíblicas en los escritos de la Iglesia primitiva.

Así que los manuscritos antiguos conservados atestiguan que la Biblia era igual antes y después de Constantino, pero es que si Constantino hubiera modificado la Biblia, el revuelo que se habría armado en toda la cristiandad habría sido monumental, sobre todo en el lejano Occidente, que apenas participó en ese concilio.

Por encima de toda evidencia histórica hay otro dato de pura lógica. Los cristianos de la época de Constantino, incluidos los obispos que asistieron a Nicea, eran cristianos recién salidos de las catacumbas, que habían sufrido las persecuciones de Diocleciano y habían preferido morir antes que renunciar a su fe. Es inconcebible que esos mismos cristianos permitieran ahora que Constantino les cambiara su Biblia y su Tradición sin un solo amago de protesta. Quienes afirman que la Iglesia Católica fue fundada por Constantino en Nicea al fundir las doctrinas cristianas con las paganas, olvidan que esos mismos cristianos de Nicea pertenecían a la generación perseguida que estuvo dispuesta a derramar su sangre por Cristo, y muchos de los obispos allí reunidos aún mostraban en su cuerpo las cicatrices de las torturas sufridas por no querer renunciar a su fe. Lo que Diocleciano con la espada y el terror no había logrado, es imposible que lo pudiera lograr Constantino de forma pacífica unos años más tarde. Los que afirman que el emperador «sobornó» a los obispos del concilio olvidan no solo que esos obispos eran supervivientes de las persecuciones, no la poderosa jerarquía medieval, pero sobre todo olvidan que la Iglesia era mucho más que esos obispos, eran los millares de cristianos de base repartidos por todo el imperio, entusiastas, dinámicos, combativos y también supervivientes, y que en nada se parecían a los feligreses dóciles y obedientes que luego abundaría en la época medieval. Incluso si aquellos obispos hubieran podido ser sobornados, la Iglesia Católica (la comunidad de cristianos) jamás habría aceptado ningún cambio doctrinal, y menos la idea de que se sustituyó el cristianismo de Jesús por una amalgama paganizada.

La Iglesia Católica (romana y ortodoxa) fue fundada por Cristo hace 2000 años y cualquier protestante que lo niegue, que los hay, tendrá que explicar por qué aceptó como Escritura Sagrada el canon que esa misma Iglesia elaboró en los años anteriores y posteriores a Constantino. En cuanto a los ateos que usan la fábula de Constantino como forma de desacreditar la Iglesia, recomendarles que para asuntos históricos mejor investiguen la historia en lugar de sacar su información de novelas de ficción.

Fin

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Comentarios

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15 respuestas a “El canon bíblico en el nuevo testamento: Tradición y Escritura”

  1. Avatar de Gustavo
    Gustavo

    ¿por qué los evangelios fueron escritos en griego y no en la lengua de palestina? Es poco probable que tuvieron que aprender primero el griego para que se pusieran a escribir.

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    1. Avatar de Christian M. Valparaíso

      No es descabellado decir que el griego era la lengua de Palestina. En la Palestina del siglo I (y en realidad en toda la parte oriental del Imperio Romano) la mayoría de la gente era bilingüe o trilingüe o cuatrilingüe. Un judío palestino típico hablaba habitualmente el arameo, tenía que conocer el hebreo porque era la lengua sagrada de su religión, se manejaba bien en griego porque era la lingua franca de toda la región, y opcionalmente podría tener conocimientos del latín, que era la lengua de los dominantes. El cristianismo en poco tiempo salió de Palestina y se formaron comunidades por todas partes, pero cuando se escribieron los evangelios la mayoría de las comunidades estaban en la zona de habla griega del imperio (oriente), e incluso las comunidades cristianas de Roma eran mayoritariamente de habla griega (porque la mayoría eran judíos de la diáspora), así que era lógico que si un cristiano quería escribir una carta o libro para dirigirse a otros cristianos lo hiciera en griego, que es la única lengua que todos entenderían. Hay algún evangelio que muchos piensan que pudo haberse redactado originalmente en arameo, pero que luego se tradujo al griego para que pudiera tener difusión por toda la cristiandad, y esa es la versión que se extendió, en griego.

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  2. Avatar de Julián
    Julián

    Jesús, tuvo libre albedrío? De este tema mis amigos presbiterianos lo reuyen. Yo como católico digo que Jesús sí lo tuvo.

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    1. Avatar de Christian M. Valparaíso

      Jesús fue plenamente humano y plenamente divino, así que como hombre tuvo libre albedrío, y como Dios también, no hay ningún motivo para pensar que no lo tuviera. De hecho su sacrificio habría sido nulo si no lo hubiera elegido libremente. De no tener libre albedrío tampoco tendría sentido su oración de «haz que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya», así que Jesús tenía voluntad propia, pero sacrificó su voluntad a la del Padre y aceptó lo que había de ser, no por inevitable, sino porque lo aceptó líbremente, ahí está el mérito de su sacrificio.

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  3. Avatar de Desmontando la Sola Scriptura | Apología 2.1

    […] Jesús no estableció la Sola Scriptura, nunca dijo que sus discípulos sólo debían fiarse de lo que años más tarde algunos de sus seguidores dejarían por escrito ni tampoco en esos escritos se dice tal cosa. Los libros del Nuevo Testamento no se completaron hasta finales del siglo primero, pero se tardó aún mucho más (de hecho siglos) hasta que todas las comunidades cristianas aceptaron por Palabra de Dios los mismos libros que hoy consideramos serla. Hasta principios del siglo tercero las comunidades cristianas no sólo no coinciden del todo en cuáles libros de nuestro Nuevo Testamento son realmente inspirados, sino que casi todas, por no decir todas, están aceptando como palabra de Dios otros libros que hoy no forman parte de la Biblia (como la Didaché, el Apocalipsis de Pedro, la epístola del papa Clemente a los corintios, etc.). Así que según la doctrina de la Sola Scriptura, hasta el siglo III todas las comunidades cristianas no sólo eran heréticas, sino que era imposible no serlo, pues Jesús y los apóstoles nos abandonaron y ni siquiera nos dijeron qué textos eran aquellos en los que en ellos y solamente en ellos se contenían la palabra de Dios. Es más, no será hasta finales del siglo VII, en el año 691 cuando por fin la cristiandad entera reconozca como sagrados a los mismos libros que hoy los protestantes aceptan como parte del Nuevo Testamento. Es en ese momento, y no antes, cuando ya tenemos una scriptura sobre la que poder aplicar el test de la Sola Scriptura, por lo que hasta entonces nadie tenía ni siquiera las herramientas para poder llegar a conocer la verdad. (lea aquí más sobre la construcción del canon del Nuevo Testamento). […]

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