Hemos creído conveniente en este artículo dar una visión general del origen del canon de la Biblia para que el lector no se pierda entre la enorme complejidad de datos y detalles que habitualmente se dan a la hora de explicar y justificar los actuales cánones bíblicos de católicos, ortodoxos y protestantes. Quién lo decidió, cómo y por qué. Más aún, qué implica todo eso. Pretende ser esto un marco genérico fácil de entender y que ayudará al lector también a poder asimilar con más facilidad otros artículos más densos que sobre el mismo tema podrán encontrar en muchas partes. Es pues esta una visión general. Para datos más concretos pueden también ver nuestros artículos sobre el canon del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento. Al final del artículo añadimos tres apéndices en los que podrá encontrar el primer canon conservado (el Fragmento Muratoriano del año 170), las declaraciones de los concilios sobre el canon y también la perspectiva protestante de este asunto.
En la Iglesia primitiva no se plantearon como cuestión importante la definición de un canon de las Sagradas Escrituras porque para ellos las escrituras eran algo secundario que reflejaba por escrito las doctrinas oficiales de la Iglesia, que eran las transmitidas por la Tradición apostólica oral. Estas doctrinas se reflejaban con mayor o menor claridad en muchos libros diferentes, aunque desde el principio haya una preocupación genuina por discernir qué escrituras eran las verdaderamente inspiradas.
En cuanto al Antiguo Testamento, la mayoría de los cristianos al principio eran de habla griega, por lo que naturalmente usaban la versión griega de la Biblia, la llamada Septuaginta o canon alejandrino (que incluía los libros deuterocanónicos hoy rechazados por los protestantes). Luego estaban los 4 evangelios, que eran considerados algo así como “la biografía oficial de Jesús”, y después los libros escritos por los apóstoles, que por ser suyos se consideraban reflejo puro de la Tradición que ellos mismos habían predicado. Esta noción de las cosas es la que hizo que se dudara de algunos libros que hoy consideramos canónicos, y así por ejemplo se dudó al principio sobre la sacralidad del libro de Hechos porque Lucas no era un apóstol, y se dudó del Apocalipsis y de dos cartas de Juan porque algunos creían que su autor no era el apóstol Juan sino el llamado “Juan el presbítero”, que sería discípulo suyo, y por tanto no fueron aceptados automáticamente, así como varias epístolas de cuya autoría había dudas.
Pero frente a estos libros, que serían los “Number One” de los libros sagrados, había otros considerados fiel reflejo de la doctrina, y por tanto eran usados en mayor o menor grado por unas u otras comunidades para su formación y su liturgia del mismo modo que los anteriores. Así alcanzaron un gran reconocimiento libros hoy no canónicos pero que eran considerados inspirados en muchas partes, como por ejemplo El Pastor de Hermas (de mediados del s.II), la Didaché (catecismo de la 2ª mitad del siglo I), Epístola del papa Clemente (año 96), Apocalipsis de Pedro (primer tercio del siglo II).
Y por último estaría “la tercera división”, con otra serie de libros que no se consideraban “perfectos” ni libres de errores doctrinales, pero que eran ampliamente usados en muchas zonas (aunque no en la liturgia) porque también en ellos se podían encontrar cosas verdaderas; y ahí tenemos desde libros apócrifos hasta las cartas y libros de los padres de la Iglesia.
La Iglesia Primitiva
Jesús no escribió nada, y sus apóstoles tampoco escribieron nada hasta años después de morir Jesús (y la mayoría ni eso), así que el cristianismo comenzó transmitiéndose oralmente y usando las Escrituras judías no para buscar doctrinas sino para demostrar con ellas que Jesús es el Mesías. Luego van poco a poco apareciendo cartas de los apóstoles y otros libros, como los evangelios. Estos escritos van lentamente difundiéndose y usándose como apoyo a la predicación de los apóstoles y, muertos estos, de sus seguidores. Esta predicación oral es la que sobre todo durante los tres primeros siglos se considera la auténtica base de la fe cristiana. Los escritos sólo irán ganando importancia como fundamento de la fe poco a poco, y más o menos en el siglo IV podríamos pensar que Tradición y Escritos se constituyen como las dos columnas sobre las que se asienta la doctrina cristiana, pero siendo la Tradición el fundamento último. Las siguientes opiniones de los primeros Padres reflejan muy bien esta percepción de las Escrituras como algo secundario:
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Porque he oído a ciertas personas que decían: Si no lo encuentro en las escrituras fundacionales (antiguas) [o sea, el Antiguo Testamento], no creo que esté en el Evangelio [o sea, el mensaje de Jesús]. Y cuando les dije: “Está escrito”, me contestaron: “Esto hay que probarlo”. Pero, para mí, mi escritura fundacional es Jesucristo, la carta inviolable de su cruz, y su muerte, y su resurrección, y la fe por medio de Él; en la cual deseo ser justificado por medio de vuestras oraciones. (San Ignacio de Antioquía, Carta a los Filadelfios 8, c. 107)
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…pero la fuerza de la Tradición es una y la misma. Las iglesias de la Germanía no creen de manera distinta ni transmiten otra doctrina diferente de la que predican las de Iberia o de los Celtas, o las del Oriente, como las de Egipto o Libia, así como tampoco de las iglesias constituidas en el centro del mundo. (San Ireneo de Lyon, Contra las herejías I,10,2. Año 180)
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Siendo, pues, tantos los testimonios, ya no es preciso buscar en otros la verdad que tan fácil es recibir de la Iglesia, ya que los Apóstoles depositaron en ella, como en un rico almacén, todo lo referente a la verdad, a fin de que «cuantos lo quieran saquen de ella el agua de la vida» […] Entonces, si se halla alguna divergencia aun en alguna cosa mínima, ¿no sería conveniente volver los ojos a las Iglesias más antiguas, en las cuales los Apóstoles vivieron, a fin de tomar de ellas la doctrina para resolver la cuestión, lo que es más claro y seguro? Incluso si los Apóstoles no nos hubiesen dejado sus escritos, ¿no hubiera sido necesario seguir el orden de la Tradición que ellos legaron a aquellos a quienes confiaron las Iglesias? (San Ireneo de Lyon, Contra las herejías III,4,1. Año 180)
Fíjense que San Ireneo defiende que en caso de dudas doctrinales hay que consultar a las Iglesias antiguas, guardianas de la Tradición, en lugar de pedir que se acudan a las Escrituras, e incluso habla de las Escrituras como algo (importante pero) innecesario, pues tenemos la Tradición para decidir qué es o no doctrina verdadera. Esta postura, que hoy puede chocar, es lógica si tenemos en cuenta que a la hora de aceptar o rechazar los libros del canon del Nuevo Testamento se tuvo en cuenta si eran escritos apostólicos, con lo cual han de ser aceptados por venir de la misma fuente que la predicación oral, o si contenían alguna doctrina errónea. O sea, si un libro chocaba con la Tradición se rechazaba, así que era la Tradición la vara de medir de toda doctrina, y también de las Escrituras, y por tanto en caso de duda no tenía sentido acudir a los escritos, sino a la fuente misma de esos escritos, que era la predicación apostólica custodiada especialmente en las iglesias fundadas por ellos (Roma, Alejandría, Éfeso, etc.)
La postura de Oriente
Oriente tardó siglos en tomarse en serio el canon, y aunque muchos padres de la Iglesia dan listas de qué libros consideran sagrados y aptos para la liturgia (listas que nunca coinciden del todo), su concepto de “canon” sigue siendo diferente al nuestro. Incluso pensando en los libros aptos para la liturgia (o “para leer en la iglesia” como suelen decir), es frecuente encontrar casos como San Atanasio (año 367), que para el Nuevo Testamento ya da la misma lista actual, pero para el Antiguo diferencia entre los libros para el canon litúrgico (o simplemente “canon” como él dice) y los libros que no son para la liturgia pero que son necesarios igualmente para la formación de los cristianos, a los cuales en otros momento cita también como sagradas escrituras (incluso hoy los griegos no incluyen en su canon litúrgico varios libros del Antiguo y Nuevo testamento que sí consideran canónicos). Frecuente es también la actitud de Eusebio de Cesarea (263-339), que clasifica la importancia de los libros de acuerdo a su uso y aceptación general en todas las iglesias, y así diferencia entre los aceptados, los discutidos y los heréticos. Pero si la actitud hacia el canon del Nuevo Testamento era avanzar hacia una definición aceptada por todos, en el Antiguo Testamento tal asunto se veía como algo mucho menos importante, pues sus repercusiones doctrinales también eran mucho menores. Con la excepción del Apocalipsis, que pasó por sucesivas fases de aceptación y duda hasta el siglo IX, podemos decir que el canon actual del N.T. alcanzó el consenso en el siglo IV, aunque no sintieron la necesidad de proclamarlo de modo oficial. En el 367 San Atanasio nos da la primera lista de libros del Nuevo Testamento idéntica a la actual, aunque se halla en una carta litúrgica dirigida a su iglesia de Alejandría, y sigue sin tener carácter de declaración oficial sino más bien describe lo que hay, y establece su postura con respecto a los libros que aún se disputaban, por lo que no se impide que otros sigan teniendo puntos de divergencia con respecto a su elección.
La autoridad de la Iglesia
En este punto recordemos que la Iglesia normalmente sólo ve necesario hacer una declaración oficial, y más aún dogmática, cuando una verdad de la fe es atacada, y así por ejemplo Jesús fue siempre considerado Dios ya por los mismos apóstoles, que lo llaman Señor, pero el dogma de la divinidad de Jesús no se promulgó hasta el Concilio de Nicea (año 325), precisamente porque fue entonces cuando el arrianismo atacó esta doctrina. Por eso mismo, como el canon del Nuevo Testamento tuvo pocas divergencias y poco a poco se fue alcanzando un consenso, la Iglesia no sintió al principio la necesidad de proclamarlo oficialmente. La base del cristianismo estaba (y está) en la Tradición, y ésta, cuando no era o es desafiada, no necesita de ninguna declaración oficial (papa o concilios) para ser sostenida. Pero eso no significa que la Iglesia como institución se desentendiera del asunto, pues su papel de árbitro autorizado fue decisivo y lo único que puede asegurar certeza frente a las opiniones diversas.
Es la Tradición la que en gran medida crea y elige el canon con la guía del Espíritu Santo, pero desde el Concilio de Laodicea en oriente (año 363) y desde el de Roma en occidente (año 382) se añade también la noción de que es la autoridad de la Iglesia la que puede y debe intervenir para fijar el canon y eliminar dudas, y así diferentes concilios de oriente y occidente (locales primero y ecuménicos después) ofrecen listados normativos de qué libros se pueden y qué libros no se pueden leer en la liturgia. Dios guía y ayuda a los primeros cristianos a discernir qué libros son los inspirados, pero esta guía no se produce sólo a nivel de Iglesia-personas, pues nunca hubo un consenso total espontáneo, sino también y en última instancia a través de la autoridad que para atar y desatar concedió a su Iglesia-institución.
La postura de Occidente
En armonía con la Iglesia oriental, aunque con diferentes circunstancias y funcionamiento, está la Iglesia occidental. En ella Roma es la referencia indiscutible (autoridad algo más difusa en el caso oriental) y se encuentra mucho menos expuesta a las múltiples herejías que van surgiendo en oriente, por lo cual se da la aparente paradoja de que a pesar de hallarse en la periferia de los debates actúa más frecuentemente como guardiana de la ortodoxia y es menos tolerante que la oriental a tener “zonas grises”. En Occidente se siente una mayor necesidad de fijar las doctrinas y dejar las cosas claras, y por ello hay también una mayor tendencia a la normativa. En este contexto no debe extrañarnos que en el siglo IV no se conformen con tener más o menos un consenso, sino que se busca establecerlo de forma oficial y normativa para no seguir con las eternas discusiones sobre algunos libros. Desde el punto de vista doctrinal también está el hecho de que siendo considerado el papa como el sucesor de Pedro y cabeza de la Iglesia, había menos reparos para zanjar las desviaciones doctrinales cuando se presentaban, algo que los orientales tenían más complicado de hacer por las divisiones de poder y la lejanía de Roma.
De este modo en el siglo IV aparece ya una lista del canon bíblico, no sólo del Nuevo sino también del Antiguo Testamento, proclamada por el papa Dámaso I en el Concilio de Roma (año 382). No falta quien pone en duda que esa lista conservada fuera realmente parte del concilio o escrita por el papa, pero en cualquier caso la lista estaba ahí y reflejaría el canon aceptado en ese momento, el cual es idéntico en todo al canon católico actual en ambos testamentos. En ese mismo concilio se decide celebrar un concilio para la iglesia africana, precisamente porque también allí eran incapaces de llegar a un consenso total sobre el canon y se vio necesario que la Iglesia actuara con autoridad en este asunto. Así comenzamos con los concilios de Hipona (año 393), Cartago III (año 397) y Cartago IV (año 419). El concilio de Hipona confirma el canon del de Roma para toda la iglesia africana occidental. Cuatro años más tarde en Cartago III se vuelve a confirmar el canon romano y de nuevo se da una lista de libros idéntica a la Biblia católica actual. En Cartago IV la lista vuelve a ser la misma. De este modo, a donde no llegó el consenso, actuó la autoridad de la Iglesia.
Las actas del concilio romano están incompletas, las del de Hipona no se conservan (aunque aparecen resumidas en el de Cartago), pero de Cartago sí tenemos las actas completas; por eso cuando se habla de cuándo se declaró oficialmente el canon bíblico algunos mencionan al concilio de Roma (o al papa Dámaso I directamente), otros Hipona y otros a Cartago. A efectos prácticos bien podemos establecer al papa Dámaso I en el Concilio de Roma como la primera declaración oficial del canon bíblico católico.
Para los que dudan de que este canon fuera el del papa Dámaso I tenemos otro dato sin polémica en su tercer sucesor tan sólo 9 años más tarde: el papa Inocencio I (401-417). Este papa le escribe una carta a san Exuperio, obispo de Tolosa (Francia) el 20 de febrero del 405. En esta carta el papa responde a una pregunta sobre los libros inspirados, y la lista que en ella le escribe el papa es la misma de Dámaso I, la misma de los concilios africanos, la misma de Trento, la misma que hoy sigue teniendo la Iglesia católica.
Pero así llegamos al siglo V y la Iglesia católica occidental, a pesar de haber declarado el canon oficialmente a través de papas y concilios, tampoco ve ninguna necesidad de hacer una declaración dogmática porque no hay ningún ataque serio a este canon que parece ser aceptado por todos. Las dudas sobre algún libro o fragmento (especialmente relativo al Antiguo Testamento) pudieron surgir, y puesto que no era asunto dogmático dichas dudas eran posibles, pero como nunca supusieron un peligro real, ni un ataque organizado, ni una herejía, la Iglesia siguió sin ver la necesidad de una declaración dogmática sobre el canon, que ya quedaba suficientemente clarificado.
La Iglesia Católica entera: Oriente y Occidente
A medida que las Escrituras iban ganando mayor peso como base de las doctrinas cristianas, disminuyó también la tolerancia a las disensiones y aumentó la necesidad de tener claro qué era y qué no era escritura. Pero este proceso fue muy lento. Mientras que Occidente ya en el siglo IV había zanjado el canon de forma oficial, Oriente todavía aceptaba el canon por puro consenso, y al no estar oficialmente cerrado seguimos listas que difieren entre sí en algunos puntos. Es de suponer que «el canon de Dámaso» vigente ya en Occidente fuese visto también en Oriente como una especie de estándar o referencia, pero ninguna postura oficial había sido tomada para Oriente y las disputas y divergencias continuaron. Esto hizo que en el concilio griego llamado Quinisexto o Trulano, celebrado en Constantinopla en el 692, los orientales se planteasen oficialmente el asunto del canon, como ya había hecho Occidente en sus concilios. En este concilio no se hace una lista del canon, sino que se remite a las listas ya aceptadas, especialmente al catálogo del Concilio de Cartago III, que como hemos visto es el de Dámaso I. En la práctica podemos pues decir que en este concilio la Iglesia de oriente acepta ya oficialmente el mismo canon que la de occidente, pero también explica por qué el debate sobre el canon no desapareció por completo en oriente, pues este concilio no sólo remite al canon de Cartago III, sino que también alude a las llamadas “Constituciones Apostólicas”, que divergían de Cartago en algún que otro punto.
Alguien podría decir aquí que si el papa Dámaso I ya había promulgado el canon en el concilio de Roma y el de Hipona se supone que su decisión debería haber sido vinculante también para los griegos, pero cuestiones de obediencia aparte, el papa promulgo el canon en concilios locales, que no eran vinculantes para la Iglesia universal, por lo que los griegos quedaban fuera de su ámbito. Podríamos decir aquí que el papa actuó como obispo de Roma y no como cabeza de la Iglesia. Se proclama un canon oficial, pero no es un canon dogmático. Esta diferencia en esa época no tenía importancia pues el canon no se veía amenazado y por ello no era necesario blindarlo.
Y así quedaron las cosas, con un mismo canon oficial aceptado por todos, aunque sin poner fin a algunas pequeñas disensiones aquí y allá, y oficializado separadamente por Oriente y Occidente. Ya no volvemos a encontrar ninguna nueva proclamación o reafirmación del canon hasta el siglo XV porque no era necesario.
En el año 1054 se produce el Gran Cisma que rompe a la Iglesia Católica por la mitad, separando a Oriente y Occidente. Los motivos doctrinales para esta ruptura fueron tan pequeños que hoy podrían parecernos casi ridículos, pero las verdaderas causas eran políticas, y eran demasiado poderosas. La cristiandad oriental, que ya en parte estaba bajo el yugo del Imperio árabe, sufre unos años más tarde una amenaza aún mayor cuando los turcos empiezan su expansión por Asia Menor hasta acabar con Constantinopla y su imperio en 1453, y a partir de entonces será el propio sultán el que se encargue de impedir cualquier intento de acercamiento entre ambas mitades de la Iglesia.
Pero desde la ruptura hasta la invasión turca ambas iglesias hicieron varios intentos de reunificación. En estos intentos tampoco la política fue ajena, pues los bizantinos buscaban la ayuda de Occidente para rechazar al invasor. Pocos años antes de la caída de Constantinopla se celebra un concilio ecuménico al que asistirán las dos iglesias y que producirá una corta reunificación. Será el Concilio de Florencia (1431-1445). Y es en este concilio cuando por primera vez la Iglesia oriental y la occidental tomen conjuntamente una postura oficial con respecto al canon. Puesto que ambas por separado habían fijado ya oficialmente su canon, no es ninguna sorpresa que el canon que desgrana el concilio sea el mismo que ya vimos en los concilios de Roma y África. Es normal que algunos señalen Florencia como el concilio donde se fija el canon bíblico, pues aunque ya estaba fijado, es aquí donde por primera vez se expone el primer catálogo oficial de libros sagrados de la Iglesia universal. Pero de nuevo el decreto no es propiamente una definición dogmática solemne, sino más bien una profesión de fe que presenta la doctrina católica tal como era aceptada universalmente. El decreto reproduce el canon completo, siguiendo las definiciones de los sínodos cartaginenses.
Y ya no volvemos a encontrar ningún motivo para volver sobre este asunto hasta que no aparece una amenaza seria contra el canon universal con la llegada de Lutero.
La Ruptura Protestante
En el canon bíblico, como en tantas otras cosas, Lutero rechaza las enseñanzas de la Iglesia. Abandona el canon alejandrino del Antiguo Testamento, que era el que mayoritariamente usaban los primeros cristianos y el único reconocido en todos los concilios, y en su lugar aceptaba el canon judío, que no era como entonces pensaban un canon hebreo más antiguo que el alejandrino, sino un canon fijado por los judíos de finales del siglo primero en un momento en el que parte de su interés era situarse frente a un cristianismo que se expandía a gran velocidad.
Es cierto que algunos Padres de la Iglesia prefirieron también este canon al alejandrino, pero ya dijimos que el asunto del canon del A.T. para los antiguos era un asunto bastante difuminado, y muchos Padres había que preferían el canon alejandrino tradicional del cristianismo, que en cualquier caso era el más generalizado. Los judíos habían rechazado en su canon los libros y fragmentos escritos en griego bien por haber sido redactados en esa lengua o bien porque los originales hebreos se habían perdido, pero para los cristianos orientales, de habla griega (igual que para los judíos de la diáspora), el idioma griego no suponía ningún problema, más bien al contrario. Pero las desavenencias no llegaron sólo al Antiguo Testamento, sino que también alcanzaron al nuevo. Lutero rechazó varios libros del Nuevo Testamento: Apocalipsis y las epístolas de hebreos, Judas y Santiago, aunque finalmente su propuesta de retirarlos no llegó a cuajar entre los protestantes e incluso él mismo terminó por dar marcha atrás muchos años después. Por primera vez el canon quedaba desafiado, rechazado, y la Iglesia entonces sí vio necesario no sólo reafirmarlo, como había hecho otras veces, sino dogmatizar el asunto para evitar que por influencia de estas nuevas ideas los cristianos católicos abrieran debates que lo hicieran peligrar.
El Concilio de Trento (1546-1565) vuelve pues con el tema del canon. En la sesión del 8 de abril de 1546 el Concilio no sólo reafirmó el canon, sino que esta vez definió “semel pro sempre” (de una vez por todas) el canon de los libros sagrados. La lista de libros, idéntica a la actual y a la de Dámaso I, comienza con estas palabras:
[
[El Concilio] estima deber suyo añadir junto a este decreto el índice de los libros sagrados, para que nadie pueda caber duda de cuáles son los libros que el Concilio recibe.
Noten que el Concilio, a pesar de estar haciendo una declaración dogmática, no se presenta como el creador del canon, sino como el que despeja toda posible duda sobre “los libros que recibe”. Por tanto es consciente de que lo que hace es reafirmar, ahora dogmáticamente, el mismo canon que le llegó a través de la Tradición, que incluye los anteriores concilios. Así mismo despeja dudas sobre si algunos libros eran más sagrados que otros proclamando que todos los libros del canon poseen “igual autoridad normativa”, sin que pueda existir diferencias entre ellos, y determina también la extensión de la canonicidad: alcanza los “libros íntegros con todas sus partes”, para evitar ideas protestantes que quieren quitar de algunos libros ciertos fragmentos. Es por este motivo, por su dogmatismo y por su precisión, que también hay gente que considera que el canon quedó cerrado en el Concilio de Trento, aunque en nuestra opinión una declaración dogmática debe ser interpretada como una defensa para evitar alteraciones, no siempre como una proclamación, y menos aún como creación, por lo que seguimos defendiendo la idea de que el canon se cerró con Dámaso I, al menos en lo que a la Iglesia occidental se refiere.
La paradoja protestante
No se puede ignorar que entre la declaración del Concilio de Roma (382) y el de Trento (1546) no todas las Biblias cristianas son exactamente iguales. Algunas omiten o añaden algunas cosas que otras sí presentan, aunque no parece que ello reciba la condena de Roma. Este hecho es usado por algunos protestantes para defender que el canon bíblico no fue fijado por los católicos hasta Trento.
Esta idea presentaría para los protestantes un problema aún mayor que para los católicos. A los católicos no nos debería suponer ninguna diferencia pensar que el canon bíblico se cerró hace mil años o hace tres días, porque el papa y los concilios tienen autoridad e inspiración divina para fijar la doctrina de modo infalible, así que nuestra Biblia sería tan libre de error habiendo sida fijada ayer como hace dos mil años. Pero los protestantes no tienen nada semejante. Ellos no pueden “crear” un canon bíblico a partir de escritos diversos, ellos necesitan partir de un canon bíblico ya creado para que todas sus doctrinas tengan sentido, pues toda su teología se basa en la Sola Scriptura, la cual afirma que toda la verdad está en y sólo en la Biblia, así que si no hay Biblia no hay doctrinas, y para que sus doctrinas sean verdaderas esa Biblia necesariamente tiene que ser verdadera, sin que falte ningún libro ni tampoco que sobre.
La Iglesia católica basó su doctrina en las enseñanzas de Jesús y los apóstoles, y sólo después los escritos que hoy forman parte de la Biblia fueron desarrollándose y siendo aceptados, y aunque la mayoría de esos textos llegaron al canon por consenso, fue también necesaria la autoridad del papa y los concilios (bajo inspiración divina) para poder fijar el canon sin posibilidad de error, pues el consenso no era total. Pero el protestantismo no reconoce ninguna autoridad fuera de la Biblia, por lo que no tendría ningún mecanismo para decidir un canon bíblico si no estuviera ya creado. Es por eso que para el Nuevo Testamento aceptó como infalible el canon establecido por la Iglesia Católica, y para el Antiguo Testamento aceptó como infalible el canon establecido por los judíos de finales del siglo primero.
La infalibilidad católica podría tener para ellos cierto sentido, pues aunque nos consideren apóstatas somos cristianos. Mucho más sorprende que asuman como infalible la decisión de un concilio (o algún mecanismo similar) formado por judíos décadas después de Cristo, por lo que desde el punto de vista cristiano sería un concilio herético sin ninguna protección divina en sus conclusiones. Esta paradoja se debe a dos cosas: por un lado Lutero prefería apartarse del canon católico por marcar diferencias y porque los libros en disputa daban apoyo bíblico a doctrinas que él rechazaba; y por otro lado porque en aquellos tiempos no sabían que ese canon había sido definido después de Cristo, sino que pensaban que ese canon era el mismo que tenían los judíos de Jerusalén en tiempos de Jesús, y por tanto sí sería un canon de inspiración divina, lo cual hoy sabemos que no es cierto.
En nuestro artículo sobre el canon del Antiguo Testamento explicamos con detalle el asunto de los cánones judíos, pero como resumen digamos que el canon de Jerusalén no estaba cerrado ni definido enteramente, así que cuando los judíos quisieron cerrar su canon para blindarlo de la influencia cristiana, tuvieron que definirlo y rechazar algunos libros que sí se habían usado en la Jerusalén de Jesús. Las primeras evidencias que tenemos de un canon judío cerrado nos las da Flavio Josefo en el año 93 d.C. y el escritor de Esdras IV de la misma época o posterior. Por el contrario el canon alejandrino estaba mucho más fijado (aunque no sin algunas diferencias) por hallarse en la traducción griega de la Septuaginta, y por tanto fue creado no después de Cristo, sino mucho antes de él; la traducción al griego de la Septuaginta comenzó en el III a.C. y el canon se cerró a finales del II a.C. con la inclusión de Macabeos. Además, aunque no falta polémica, parece probado que los escritores del Nuevo Testamento que escribieron en griego utilizaban sobre todo la versión griega de la Biblia (la Septuaginta) para sus citas del Antiguo Testamento, pues también estaban escribiendo en griego. Es de notar también que los originales en hebreo de Macabeos terminaron perdiéndose porque los judíos de finales del siglo primero no lo incluyeron en su canon (aunque San Jerónimo aún llegó a ver una copia en hebreo), por lo que la única versión que se conserva es la griega, precisamente porque los primeros cristianos sí la tenían en sus biblias y así se pudo conservar. Igualmente la Iglesia primitiva de los siglos I y II reconoce unánimemente como inspirados a los libros deuteronómicos (de la Septuaginta pero que no fueron incluidos en el posterior canon judío) y los cita con la misma autoridad que cita los demás. Las dudas sobre ellos aparecerán más tarde, en los siglos III y IV, volviendo la unanimidad en el V. Si los apóstoles, que conocían ambos cánones, permitieron que sus seguidores usaran el canon alejandrino sin hacer ningún reproche, está claro que no tenían nada que objetar en ello o su obligación habría sido dejar claro que el canon alejandrino no era correcto.
A menudo se presenta el canon alejandrino y el canon jerosolimitano como si fuesen dos cánones opuestos y excluyentes, cuando simplemente estamos hablando de colecciones de libros usadas en las zonas de habla griega y la zona de Palestina. La mayoría de los palestinos eran bilingües, y creemos que Jesús y al menos parte de los apóstoles también lo eran, así que elegir entre uno y otro canon era probablemente más cuestión de elegir idioma de lectura que otra cosa. La creencia de que en Palestina existía un canon hebreo cerrado y delimitado es errónea, pues lo que encontramos son diferentes cánones que iban desde el más restringido (sólo el Pentateuco) hasta el más amplio (el de la Septuaginta), lejos de un consenso claro sobre qué libros eran inspirados y cuáles no. Además, Jesús no es de Jerusalén sino de Galilea, con mayor influencia helénica, y se crió y formó en el pueblecito de Nazaret, junto a la ciudad helenizada de Séforis, de donde se cree era María y donde residirían los abuelos de Jesús, así que es fácil suponer que Jesús estaba familiarizado con el canon griego de la Septuaginta.
En cualquier caso la concepción que los judíos tenían sobre el canon era parecida a la que vimos entre los cristianos del principio, que más que tener concepto de una colección de libros cerrada tenían diferentes grados de consenso. En el caso judío el Pentateuco era aceptado por todos, los libros proféticos eran aceptados por la mayoría, y luego hay otros libros con diferentes grados de consenso, y ahí es donde tenemos a Jesús, en lo que hoy podríamos llamar «un canon líquido». Por lo tanto lo que los protestantes llaman «el canon hebreo» no es el canon de la época de Jesús, sino el canon que los judíos fijaron décadas después de su muerte.
El caso es que los protestantes se encuentran ahora en la extraña posición de que su infalible Biblia, base de toda su doctrina, se apoya en una columna cristiana (católica) y en una columna judía (post-alianza) que no garantiza al 100% la verdad, pues siendo el canon judío una decisión humana sin inspiración divina, basta con que uno de los libros o fragmentos rechazados en él lo haya sido por error para que su Biblia deje de ser infalible, o al menos le falte parte de la verdad, con impredecibles consecuencias, pues una verdad menos supone como mínimo un error más.
Antiguas diferencias en las Biblias
Pero volvamos ahora al asunto antes iniciado sobre por qué existían biblias católicas que no recogían todos los libros del canon o que añadían libros no canónicos. Frente a quienes ven en esto una prueba de que el canon no estaba cerrado, daremos aquí las verdaderas razones que permitían estas pequeñas variaciones a pesar de que el canon sí estaba cerrado y oficialmente sancionado.
Para empezar, ya vimos que en la Iglesia cristiana anterior al protestantismo el asunto del canon bíblico, con ser importante, no era tan fundamental como lo es para los protestantes, y ni siquiera tan fundamental como lo es ahora para los católicos. La Tradición siempre estaba ahí como garante de la doctrina, y la Biblia era la consecuencia de la Tradición, y no la fuente doctrinal absoluta. A esto añadimos que antes de Lutero el canon bíblico no estaba amenazado, así que no se necesitaba vigilar el asunto con demasiado celo. Si hoy se vendiera una Biblia con un libro apócrifo, la gente podría tomar ese libro como fuente de doctrinas y poner en peligro sus creencias creyendo que tal libro demuestra ciertas verdades erradas. Antes de Trento la fuente y autoridad doctrinal estaba en la Tradición, custodiada por Roma, así que a la gente normal no se le ocurría sacar doctrinas de la Biblia, pues para empezar la gran mayoría de la gente, que ni siquiera sabía leer, no manejaba la Biblia, sino que las doctrinas eran las que Roma enseñaba. Si un editor no se sujetaba al canon al 100% no había ningún peligro para la doctrina católica, que seguía siendo custodiada y enseñada por Roma. Mientras el papa y los obispos tuvieran claro qué libros formaban el canon, no era tan necesario controlar cada Biblia que se escribía o editaba en Occidente.
Esta falta de control exhaustivo posibilitaba que algunos editores y universidades publicaran Biblias que no se ajustaba totalmente al canon. Por otra parte no suponía para la Iglesia ningún problema que alguien incluyera en su Biblia algún libro apócrifo. Supuestamente si se incluye un libro apócrifo se ponía al final, con un prólogo que explica que es apócrifo y por qué se incluye en esa edición, pero esto algunas veces no se hacía así y el libro parecía integrado como uno más, lo que no significa que el lector quedara confundido o engañado. Recordemos de nuevo que en aquellos siglos la Biblia no era algo al alcance de la gente normal, sino sólo usada por los clérigos y gente muy culta, y esa clase de gente no se llevaba a engaños al encontrar un libro que saben que no es del canon.
Cuando hablamos de estas pequeñas variaciones pensamos sobre todo en cuatro libros que aparecen en algunas ediciones de la vulgata latina. Se trata de Esdras 1 y 2, de la oración de Manasés y a veces también de la Epístola a los Laodicenses en el N.T. Algunos dicen que estos libros estaban en la vulgata y que Trento los quitó del canon, pero ya hemos visto que ninguna de las declaraciones oficiales sobre el canon menciona a ninguno de esos libros, así que aparecieran o no en algunas biblias, la Iglesia oficialmente nunca las había incluido en el canon y por tanto Trento no tuvo que “quitar” nada del canon anterior.
Para conocer el canon oficial hay que acudir a Roma y a los concilios, no a esta o aquella biblia editada por tal o cual editor de Amberes o Valladolid. El hecho de que esos libros fueran traducidos por San Jerónimo tampoco demuestran que al principio formaran parte del canon, pues buena parte de los libros del Antiguo Testamento (apócrifos o canónicos) los escribió inicialmente a petición de algún amigo y dirigido expresamente a ellos, como lo demuestra lo que dicen Jerónimo en los prólogos a esos libros, que son más bien cartas que adjunta a sus amigos junto con la traducción que les envía. Por eso tampoco resulta extraño que al imprimir o copiar una biblia, incluyan libros no canónicos pero que habían sido traducidos por San Jerónimo, y que de todas formas, como ocurría luego con las biblias protestantes, se consideraba que algunos libros apócrifos, aun no siendo sagrados, tenían material de interés para los fieles.
También pudo ocurrir en algunos casos que hubiera confusión en el compilador, pues por ejemplo la apócrifa oración de Manasés no es en sí misma un libro aparte, sino un añadido al final de Crónicas 2, así que un editor, sabiendo que Crónicas 2 es un libro canónico, pudiera usar una copia que incluía dicha oración apócrifa sin que necesariamente se diera cuenta. Y lo mismo ocurre con algunos otros libros, que en algunas copias aparecen formando parte de otro libro que sí está entre los canónicos. Que algunos apócrifos se tradujeron como añadidos de otros libros canónicos lo sabemos, que algunos compiladores incluyeran uno de esos apócrifos añadidos sin darse cuenta que lo eran es ya especulación nuestra, no conocemos datos al respecto pero nos parece fácil que ocurriera en ocasiones.
Es por eso que un listado de libros canónicos no basta para fijar con exactitud las Escrituras Sagradas. Por eso Trento no se limita a listar el canon una vez más, sino que se refiere a la vulgata como el modelo del canon y a continuación hace una “edición oficial” de la vulgata en la cual se incluyen todos y sólo los libros y partes de los libros que la Iglesia reconoce como sagrados. En 1590 ya estaba lista esta edición oficial, llamada Vulgata Sixtina (por el papa Sixto V), que corregía los errores de transcripción y edición y canon que pudiera haber en otras biblias que circulaban por entonces. Era, por decirlo de algún modo, en sí misma el canon sagrado. Unos años más tarde Clemente VIII saca una nueva edición en la que se incluyen tres apócrifos que frecuentemente venían en las biblias anteriores, los mencionados Esdras 1 y 2 y la oración de Manasés, pero en un apartado final y claramente etiquetados como apócrifos; una prueba más de que no es lo mismo el canon de la Biblia que los libros que vienen incluidos en una biblia. Esta vulgata fue la edición oficial de la Iglesia Católica hasta 1979, cuando sale la nueva edición llamada Nova Vulgata, con una traducción latina mejorada y ya sin anexo de apócrifos.
Es por todo esto que Roma no se tomaba el interés ni veía la necesidad de ejercer un férreo control sobre si todas las Biblias se ajustaban fielmente al canon o no, y por qué la existencia de esas biblias con pequeñas variaciones no puede ser usada como prueba de nada.
Fluctuaciones
Y nos queda aún una última cuestión que ha creado confusión en muchos artículos y discusiones sobre este asunto. Al final publicamos en un apéndice los listados del canon de los diferentes concilios de los que hablamos, y al compararlos se ven algunas ligeras variaciones. No son idénticos. De ahí concluyen algunos varias cosas, según cómo lo interpreten:
- La autoridad del papa no era respetada en aquella época porque Dámaso I cerró el canon pero ni los orientales ni los africanos se dieron por aludidos y necesitaron sus propios concilios.
- Los concilios no son inspirados por el Espíritu Santo porque ante una misma cuestión no coinciden entre sí.
- El canon no quedó cerrado antes de Trento porque lo que dice un concilio lo cambia otro.
Ya explicamos antes que ni el papa ni los concilios de Roma, Hipona y Cartago fueron proclamaciones de la Iglesia universal, por lo tanto eran vinculantes para sus respectivas zonas de influencia y no para todo el mundo, y que ni él ni el concilio griego ni el ecuménico de Florencia proclamaron el canon como dogma, así que las opiniones divergentes no eran consideradas heréticas, sino simplemente erróneas. Es Trento el que convierte el canon en dogma, así que técnicamente hablando, y en lo que se refiere al canon, para un católico Lutero antes de Trento estaba equivocado, pero después de Trento defendía una herejía.
Los puntos 2 y 3 se refieren a una misma cosa: que el canon de los diferentes concilios no coincide. Esto sencillamente no es cierto, todos los listados son idénticos, lo que varía en algunos casos es la forma de enunciarlos. Por ejemplo el libro de Esdras comenzó siendo un solo rollo, y por lo tanto un único libro. Posteriormente se dividió en cuatro partes: Esdras I, II, III y IV. Luego se cambió en muchas zonas el nombre de las dos primeras partes a Esdras (antiguo Esdras I) y Nehemías (Esdras II), con lo que Esdras III pasó a llamarse Esdras I mientras que Esdras IV pasó a llamarse Esdras II, y así a veces lo que en un sitio llamaban Esdras IV en otros se llamaba Esdras II. Reyes I, II, III y IV pasaron luego a llamarse Samuel I y II y Reyes I y II. El libro de Jeremías incluía Lamentaciones, Carta de Jeremías y Baruc, pero en otros sitios se separa Jeremías de Lamentaciones, en otros sitios se separa la Carta y en otros también a Baruc (lo que hace que algunos erróneamente afirmen que el libro de Baruc entró tardíamente en el canon o que ninguna Biblia lo traía hasta el siglo IX). También hay cambio de opinión sobre el autor de algunos libros, así que el concilio de Roma cita Proverbios, Eclesiastés y el Cantar de los Cantares como obras de Salomón y luego añade Sabiduría y Eclesiástico, pero en Cartago no encontramos Proverbios ni el Cantar de los Cantares ni el Eclesiastés; allí mencionan “los 5 libros de Salomón, incluyendo Sabiduría y Eclesiástico”, siendo que esos otros tres libros que faltan se consideraban obra de Salomón y por eso les bastó decir “los 5 de Salomón” para dejarlos incluidos en el canon. De igual modo algunos libros cambiaron de nombre, y así Eclesiástico en algunos concilios se menciona con el nombre de Sirac, Josué es a veces llamado Jesús de Navé, Crónicas también recibe el nombre de Paralipomenos, Lamentaciones también puede llamarse libro de Cinoth. Pero estas diferentes formas de listar el mismo canon (algunas aún vigentes) pueden confundir a quien no conoce la materia, mas no suponen ninguna dificultad para el familiarizado con ella, así que no estamos especulando con nada, estamos explicando por qué el profano puede sacar conclusiones equivocadas de unos listados que son claramente idénticos.
Conclusión
Por todo lo que hemos visto está claro que es un error decir que el canon cristiano fue un invento de los concilios o incluso del emperador Constantino, como afirman algunas novelas, y por tanto un invento humano. Pero igualmente es un error sostener que el canon llegó por puro consenso, como si los cristianos en general hubieran tenido claro exactamente qué libros eran inspirados, sin necesidad de que la Iglesia como institución interviniera; lo que muchos protestantes llaman “la autoevidencia de las escrituras”.
La Iglesia cristiana desde muy pronto aceptó como sagrados un conjunto de libros con bastante consenso, pero también con diferencias. El grueso del canon podemos hacerlo descansar en la Tradición y en el consenso común, pero sin embargo algunos libros del Antiguo y Nuevo Testamento eran discutidos. Para lograr llegar a un canon único y universal no bastó el consenso, fue necesario que la Iglesia actuara con autoridad y con infalibilidad. Por separado primero y en común después, orientales y occidentales fijaron el canon en concilios, y la única garantía de que a ese canon no le sobra ni falta ningún libro es que el Espíritu Santo libra a la Iglesia de error. El canon católico quedó cerrado en el siglo IV con la declaración del papa Dámaso I, confirmada por otros concilios locales y universales posteriores, y la declaración dogmática de Trento es la garantía absoluta de que ese antiguo canon era el verdadero. Nuestro canon surge de la Tradición pero fue definido infaliblemente por la Iglesia en ejercicio de la autoridad que le viene del Espíritu Santo.
Frente a esta situación en el cristianismo católico, en el lado protestante tenemos un canon que se basa en dos legitimidades externas. El Nuevo Testamento se legitima en la infalibilidad de la Iglesia católica y el Antiguo Testamento se legitima en la infalibilidad del pueblo judío. El problema aquí es que al contrario de lo que entonces creían, ese canon judío no quedó fijado y acotado en tiempos anteriores a Jesús, cuando los judíos eran el Pueblo de Dios, sino décadas después de Jesús, cuando ya no estaban bajo la protección doctrinal del Espíritu Santo. Por lo tanto el canon del Antiguo Testamento protestante carece de legitimidad desde el punto de vista cristiano. Podrán encontrar en la Iglesia primitiva casos aquí y allá de gente que defendía un canon veterotestamentario similar al suyo (nunca idéntico), pero se trataría de opiniones particulares, que nunca pueden ser infalibles. Así que en cuanto a su canon del A.T. ni en el judaísmo ni en el cristianismo pueden los protestantes encontrar la legitimidad e infalibilidad que su propia doctrina de la Sola Scriptura les exige para poder siquiera imaginar que sus doctrinas sean todas correctas.
Para más información puede leer nuestros artículos sobre el canon del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento.
Apéndice A
Posición protestante frente al canon
Hemos elegido la conclusión final de un artículo protestante que nos parece refleja bien la postura general de los protestantes ante este asunto del canon, al menos a nivel popular. Copiamos a continuación (las negritas están en el artículo original):
Finalmente, sobre la razón por la cual los libros que componen nuestro Nuevo Testamento son esos y no otros, podemos de buen grado asentir lo afirmado por la Iglesia Católica nada menos que en el Concilio Vaticano I, sobre los libros del canon: Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque contengan la revelación sin error; sino porque escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido transmitidos a la misma Iglesia. Dado que los libros sagrados tienen una autoridad intrínseca que proviene de su Autor, su carácter canónico no depende de la sanción humana en general, ni eclesiástica en particular. La Iglesia católica antigua (de la cual por entonces era parte la Iglesia de Roma) no decidió ni decretó el canon, sino que lo discernió o reconoció, y a continuación lo confesó y proclamó.
De entrada el párrafo que citan de Vaticano I no sirve para su propósito, pues está refiriéndose a la naturaleza de los libros sagrados, no al canon en sí. Efectivamente los libros sagrados no fueron compuestos “por sola industria humana”, sino que fueron inspirados, y por eso fueron aprobados. Ni tampoco son sagrados sólo por carecer de errores, sino que son sagrados y los tenemos en el canon porque son inspirados por Dios y como tales, como libros inspirados, han sido transmitidos a la misma Iglesia. Pero no se dice allí que el canon ha sido transmitido, sino que esos libros han sido transmitidos, es de los libros de lo que se está hablando.
Aun así, tampoco es imposible ver en esa expresión la idea de que la Iglesia de Vaticano I habla de “un canon transmitido”, igualmente volveríamos a lo mismo. En prácticamente todos los concilios que confirman el canon de Dámaso I se dice más o menos la misma expresión “este es el canon que la Iglesia ha recibido”. ¿Recibido de quién? Ni de Jesús ni de los apóstoles, evidentemente, pues en el siglo IV todavía seguían los debates sobre este o aquél libro. Recibido de la Iglesia. En cada concilio la Iglesia declara haber recibido ese canon de la Tradición, o sea, de las creencias de los antiguos cristianos, de los concilios y de las declaraciones papales. Así se expresa la Iglesia, es una constante en las declaraciones oficiales. Para entender esto mejor vaya al apéndice C.
Es evidente que nadie le dijo a los cristianos del primer siglo qué libros eran y no eran canónicos, y de hecho tenemos en los primeros siglos diferentes listados de libros considerados Escrituras del Nuevo Testamento, pero en todos ellos faltan o sobran libros, así que el proceso de discernimiento para saber reconocer cuáles son esos libros inspirados no nos vino de los apóstoles ni de Jesús, sino que fue fruto de un proceso lento que duró al menos cuatro siglos y que fue protagonizado por la Iglesia, activamente, no pasivamente.
El articulista dice luego que los libros sagrados tienen una autoridad intrínseca que procede de su Autor (o sea, Dios), y es cierto, pero vuelve a confundir libros con canon al decir que “su carácter canónico no depende de la sanción humana ni eclesiástica”. La realidad es que un libro inspirado tiene autoridad intrínseca sólo desde el momento en que los hombres son capaces de reconocer que son inspirados. Una antigua leyenda afirmaba que el canon se formó arrojando todos los libros disputados a una hoguera; los libros sagrados saltaron fuera del fuego y el resto se quemó. Pues bien, esta idea que el articulista expresa parece ir exactamente por ese mismo camino, como si los libros sagrados por sí mismos fueran autoevidentes (como efectivamente afirman) y los cristianos se hubieran limitado a aceptar la evidencia, en cuyo caso la Iglesia no pintó nada en el proceso, que fue enteramente divino.
Bonito pero muy lejos de la realidad, hubo libros que no fueron mayoritariamente aceptados durante mucho tiempo, y otros que tardaron mucho tiempo en ser rechazados, por tanto esa afirmación de que la Iglesia católica antigua no decidió el canon sino que lo reconoció no se sostiene. No hubo un simple reconocimiento, sino un lento proceso de discernimiento hasta tener la seguridad.
En el artículo completo, el articulista se centra tanto en quitarle protagonismo al papa que se siente satisfecho con demostrar que el canon cristiano no es producto de una decisión personal de Roma. En parte tiene razón, aunque tal como hemos visto el papel que el papa Dámaso I desempeñó en la fijación del canon podría ser clave en todo el proceso. Pero en lo que a ellos toca da igual el papel del papa en este asunto, el hecho es que el canon no cayó del cielo, no es una verdad revelada, es producto del discernimiento de la Iglesia, o sea, es la antigua Iglesia Católica la que decidió el canon correcto, y lo decidió infaliblemente.
Esta infalibilidad significa no sólo que la Iglesia eligió correctamente, sino más importante aún en este asunto, que podemos tener la total seguridad de que eligió correctamente. ¿Y de dónde nos viene esa seguridad? De que el Espíritu Santo la protege y por tanto sus decisiones doctrinales son infalibles. Pero aquí el protestante se ve obligado a rechazar esta idea, pues se supone que esa Iglesia es apóstata y no la verdadera. Y ahí empieza para ellos el problema. Ciertamente es una contradicción afirmar que la Iglesia católica es apóstata y está paganizada y al mismo tiempo aceptar como infalible un canon neotestamentario que ella ha decidido. Peor aún, es también contradictorio aceptar como infalible su decisión sobre el canon del N.T. y al mismo tiempo rechazar su decisión sobre el canon del A.T. Pero si ellos no ven esas contradicciones es por lo que ese artículo muestra, en el fondo piensan que el canon bíblico es algo que de algún extraño modo llegó a este mundo independientemente de la Iglesia, como si la Iglesia se hubiera limitado a recibirlo del cielo pasivamente, en cuyo caso da igual que fuese la Iglesia de Jesús o una falsa Iglesia hereje, pues se limitó a recibir lo que Dios mandó a todos.
Si se atienen a los datos tendrán que aceptar una incómoda realidad: el canon bíblico de su Nuevo Testamento no aparece íntegramente hasta después del Concilio de Nicea, cuando en el 367 San Atanasio nos da por primera vez un canon idéntico al actual. Tan sólo 5 años antes de Nicea tenemos el canon que nos da Eusebio de Cesarea, y aunque ya varía muy poco del actual, todavía hay diferencias, así que el ansiado consenso se produjo ya dentro de la Iglesia surgida de Nicea, esa misma a la que algunos sectores protestantes tachan de sierva del Diablo. Pero tampoco podemos tomarnos el canon de San Atanasio como el fin del consenso, pues en oriente siguieron los debates sobre el canon. No será hasta que se pronuncien los concilios (primero locales y luego universales) cuando ese canon se vaya imponiendo por autoridad de la Iglesia y se pongan fin a los debates. Y si aún así quieren negar la evidencia e insisten en que el canon se deriva exclusivamente de un consenso, tendrán que explicar por qué ellos no aceptaron igualmente el consenso que se produjo poco después en torno al Antiguo Testamento, pues cualquier explicación que sirva para legitimar un canon serviría igualmente para legitimar el otro, y si no nos podemos fiar del uno, el otro queda igualmente en duda.
La única forma de resolver ese problema sería si aquella Iglesia que configuró el canon hubiera sido protestante, pero tal cosa no sólo no es histórica, sino que es además imposible porque no se puede ser protestante sin tener un canon definido, pues no es posible la Sola Scriptura si no hay una clara Scriptura de la que partir, lo cual también echa por tierra la ilusión de aquellos convencidos de que las primeras comunidades cristianas que aparecen en Hechos eran comunidades protestantes, de modo que ellos serían en realidad los herederos de la Iglesia apostólica y no los católicos. ¿Escrituristas antes de las Escrituras? Imposible.
Apéndice B
Fragmento Muratoriano (año 170?)
Este documento escrito en Roma en torno al año 170 (aunque el manuscrito encontrado data del siglo VII) muestra la lista más antigua del canon bíblico. En esta lista el autor nos indica qué libros considera inspirados y vemos cómo la mayoría del canon del Nuevo Testamento (el del Antiguo podría estar en la parte perdida o no haber estado) era ya aceptada en el siglo II. Sin embargo, lo transcribimos aquí completo para que puedan comprobar cómo se equivocan los que por ignorancia hablan del fragmento muratoriano como la prueba de que el Nuevo Testamento fue aceptado por todos en su actual forma desde casi el principio, como si la autoridad de la Iglesia no hubiera tenido nada que ver en la formación del canon bíblico. Como ustedes mismos podrán comprobar aquí, la mayoría de los libros del Nuevo Testamento están ya citados, pero el canon no coincide enteramente con el actual, hay varios libros canónicos que no se incluyen aquí (la epístola a los hebreos, una de Juan, la de Santiago, las dos de Pedro), hay otros libros que el autor rechaza, presumiblemente porque otros sí lo están aceptando (epístola a los laodicenses y epístola a los alejandrinos), se acepta el Apocalipsis de Juan y se arrojan dudas sobre el apócrifo Apocalipsis de Pedro, que algunos aceptan y otros no. Se acepta el Pastor de Hermas (nombrado también como Escritura por Padres como Tertuliano e Ireneo de Lyon), aunque aclarando que no puede ser considerado ni apóstol ni profeta por ser demasiado reciente (puede leerlo aquí). Y aunque al menos en el fragmento conservado no se habla del Antiguo Testamento, sí se hace una excepción precisamente para hablar del libro deuterocanónico de Sabiduría, que aún hoy aceptamos los católicos romanos y ortodoxos pero que rechazan los protestantes. Por lo tanto, si se quiere utilizar este documento como prueba de que el canon ya estaba cerrado antes de los concilios, lo que vemos es justo una prueba de lo contrario, que el canon estaba más o menos cerrado pero que no se cerró del todo hasta que la autoridad de la Iglesia, inspirada por el Espíritu Santo, actuó para poner fin a las disputas que quedaban vivas. El canon del Nuevo Testamento protestante no es el mismo del canon Muratoniano, sino que es el mismo que posteriormente decretaron los concilios católicos. Veamos ahora la transcripción del texto:
… en éstos, sin embargo, él estaba presente, y así los anotó.
El tercer libro del evangelio: según Lucas.
Después de la ascensión de Cristo, Lucas el médico, el cual Pablo había llevado consigo como experto jurídico, escribió en su propio nombre concordando con la opinión de [Pablo]. Sin embargo, él mismo nunca vio al Señor en la carne y, por lo tanto, según pudo seguir…, empezó a contarlo desde el nacimiento de Juan.
El cuarto evangelio es de Juan, uno de los discípulos.
Cuando sus co-discípulos y obispos le animaron, dijo Juan, «Ayunad junto conmigo durante tres días a partir de hoy, y, lo que nos fuera revelado, contémoslo el uno al otro«. Esta misma noche le fue revelado a Andrés, uno de los apóstoles, que Juan debería escribir todo en nombre propio, y que ellos deberían revisárselo. Por lo tanto, aunque se enseñan comienzos distintos para los varios libros del evangelio, no hace diferencia para la fe de los creyentes, ya que en cada uno de ellos todo ha sido declarado por un solo Espíritu, referente a su natividad, pasión, y resurrección, su asociación con sus discípulos, su doble advenimiento – su primero en humildad, cuando fue despreciado, el cual ya pasó; su segundo en poder real, su vuelta. No es de extrañar, por lo tanto, que Juan presentara de forma tan constante los detalles por separado en sus cartas también, diciendo de sí mismo: «Lo que hemos visto con nuestros ojos y oído con nuestros oídos y hemos tocado con nuestras manos, éstas cosas hemos escrito«. Porque de esta manera pretende ser no sólo un espectador sino uno que escuchó, y también uno que escribía de forma ordenada los hechos maravillosos acerca de nuestro Señor.
Los Hechos de todos los apóstoles han sido escritos en un libro. Dirigiéndose al excelentísimo Teófilo, Lucas incluye una por una las cosas que fueron hechas delante de sus propios ojos, lo que él muestra claramente al omitir la pasión de Pedro, y también la salida de Pablo al partir de la Ciudad [esta ciudad de Roma] para España.
En cuanto a las cartas de Pablo, ellas mismas muestran a los que deseen entender desde qué lugar y con cuál fin fueron escritas. En primer lugar [escribió] a los Corintios prohibiendo divisiones y herejías; luego a los Gálatas [prohibiendo] la circuncisión; a los Romanos escribió extensamente acerca del orden de las escrituras y también insistiendo que Cristo fuese el tema central de éstas. Nos es necesario dar un informe bien argumentado de todos éstos ya que el bendito apóstol Pablo mismo, siguiendo el orden de su predecesor Juan, pero sin nombrarle, escribe a siete iglesias en el siguiente orden: primero a los Corintios, segundo a los Efesios, en tercer lugar a los Filipenses, en cuarto lugar a los Colosenses, en quinto lugar a los Gálatas, en sexto lugar a los Tesalonicenses, y en séptimo lugar a los Romanos. Sin embargo, aunque [el mensaje] se repita a los Corinitios y los Tesalonicenses para su reprobación, se reconoce a una iglesia como difundida a través del mundo entero. Porque también Juan, aunque escribe a siete iglesias en el Apocalipsis, sin embargo escribe a todas. Además, [Pablo escribe] una [carta] a Filemón, una a Tito, dos a Timoteo, en amor y afecto; pero han sido santificadas para el honor de la iglesia católica en la regulación de la disciplina eclesiástica.
Se dice que existe otra carta en nombre de Pablo a los Laodicenses, y otra a los Alejandrinos, [ambos] falsificadas según la herejía de Marción, y muchas otras cosas que no pueden ser recibidas en la iglesia católica, ya que no es apropiado que el veneno se mezcle con la miel.
Pero la carta de Judas y las dos superscritas con el nombre de Juan han sido aceptadas en la [iglesia] católica; la Sabiduría también, escrita por los amigos de Salomón en su honor. El Apocalipsis de Juan también recibimos, y el de Pedro, el cual algunos de los nuestros no permiten ser leído en la iglesia. Pero el Pastor fue escrito por Hermas en la ciudad de Roma bastante recientemente, en nuestros propios días, cuando su hermano Pío ocupaba la silla del obispo en la iglesia de la ciudad de Roma; por lo tanto sí puede ser leído, pero no puede ser dado a la gente en la iglesia ni entre los profetas, ya que su número es completo, ni entre los apóstoles al final de los tiempos.
Pero no recibimos ninguno de los escritos de Arsino o Valentino o Miltiado en absoluto. También han compuesto un libro de salmos para Marción [éstos rechazamos] junto con Basildo [y] el fundador asiático de los Catafrigios…
Apéndice C
Declaraciones de los concilios
En este apéndice copiaremos los decretos que poseemos referentes al canon bíblico en cada concilio de los comentados.
Concilio de Roma, año 382: Decreto del papa Dámaso I
Asimismo se decreta: Ahora hay que tratar de las Escrituras divinas, aquello que ha de recibir la universal Iglesia Católica y aquello que debe evitar. Empieza la relación del Antiguo Testamento: un libro del Génesis, un libro del Éxodo, un libro del Levítico, un libro de los Números, un libro del Deuteronomio, un libro de Jesús Navé [= Josué], un libro de los Jueces, un libro de Rut, cuatro libros de los Reyes [= Samuel 1, 2 y Reyes 1, 2], dos libros de los Paralipómenos [= Crónicas 1 y 2], un libro de ciento cincuenta Salmos, tres libros de Salomón: un libro de Proverbios, un libro de Eclesiastés, un libro del Cantar de los Cantares; igualmente un libro de la Sabiduría, un libro del Eclesiástico. Sigue la relación de los profetas: un libro de Isaías, un libro de Jeremías [= Jeremías + Baruc], con Cinoth, es decir, sus lamentaciones, un libro de Ezequiel, un libro de Daniel, un libro de Oseas, un libro de Amós, un libro de Miqueas, un libro de Joel, un libro de Abdías, un libro de Jonás, un libro de Naún, un libro de Abacuc, un libro de Sofonías, un libro de Agéo, un libro de Zacarías, un libro de Malaquías. Sigue la relación de las historias: un libro de Job, un libro de Tobías, dos libros de Esdras [= Esdras y Nehemías], un libro de Ester, un libro de Judit, dos libros de los Macabeos [= Macabeos 1 y 2].
Así mismo, de las listas de las Escrituras del Nuevo y Eterno Testamento, el cual es recibido por la Iglesia Católica: de los Evangelios, un libro según Mateo, un libro según Marcos, un libro según Lucas, un libro según Juan. Las Epístolas del apóstol Pablo, en número de 14: 1 a los romanos, 2 a los corintios, 1 a los efesios, 2 a los tesalonicenses, 1 a los gálatas, 1 a los filipenses, 1 a los colosenses, 2 a Timoteo, 1 a Tito, 1 a Filemón, 1 a los hebreos. Así mismo, el Apocalipsis de Juan. Y los Hechos de los Apóstoles. Así mismo, las Epístolas canónicas son siete: dos del apóstol Pedro, una del apóstol Santiago, una del apóstol Juan, dos del otro Juan, el presbítero, una del apóstol Judas el Zelote. Y así concluye el canon del Nuevo Testamento.
Así mismo se decreta: después del anuncio de todos estos escritos proféticos, evangélicos o también apostólicos, que hemos listado arriba como Escrituras, sobre la cual se funda la Iglesia por la gracia de Dios, hemos considerado que se debe proclamar que aunque todas las Iglesias católicas desparramadas por el mundo no son sino una sola novia de Cristo, sin embargo la santa Iglesia de Roma debe ser colocada en primer lugar, no por decisión conciliar de las otras Iglesias, sino por haber recibido el primado por la voz evangélica de nuestro Señor y Salvador, el cual dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra construiré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; y te daré las llaves del reino de los cielos; todo lo que tú ates en la tierra será atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.”
———————–
Las actas del Concilio de Roma se perdieron pero aparecen transcritas en un documento medieval muy posterior conocido como El Decreto Gelasiano (que puede leer aquí) que transcribe las actas de ese concilio. Este documento fue probablemente escrito en el siglo VI y conservado en un manuscrito del siglo VIII, por lo que muchos dudan de su autenticidad. Ciertamente esta situación no da garantías de autenticidad per se, pero el hecho de que sólo 11 años después, en el concilio de Hipona se ratifique este mismo canon indica que es perfectamente posible que este canon sea verdaderamente el de Dámaso I del Concilio de Roma. Piense por ejemplo en el anteriormente visto Fragmento Muratoriano, que se conserva en un documento del siglo VII pero se le supone copia de uno escrito en el año 170. Si los eruditos suelen aceptar la autenticidad del Muratoriano, que no tiene ningún otro documento de su época que lo refrende, no se entiende por qué algunos ponen tantos reparos en aceptar la autenticidad de las actas del Concilio de Roma cuando sí tenemos otros documentos de la época que nos muestran que en efecto ese canon era ya el aceptado por todos los concilios oficiales, y el mismo que el papa Inocencio I pocos años después escribe de su puño y letra. Tampoco podemos olvidar que fue Dámaso I quien comisionó a San Jerónimo para hacer una buena traducción al latín de la Biblia (la Vulgata), y que presionó al santo para que ajustara esa Biblia al canon que él deseaba, pues San Jerónimo mostró algunas divergencias. Este encargo ocurrió justo en el año 382, así que es fácil suponer que concilio, canon y Vulgata fueran todo parte de una misma cosa.
Otro dato a favor de la autenticidad de estas actas es algo que fácilmente puede pasar desapercibido. En todas las declaraciones conciliares la Iglesia siempre dice que no se está inventando ningún canon, sino que está proclamando el canon «que hemos recibido«. ¿Recibido de quién? no de Jesús ni de los apóstoles, claro, sino de la propia Iglesia anterior, de los concilios anteriores, en donde ya se había fijado el canon y por tanto era ya parte de la Tradición. Por supuesto ese canon no se lo ha inventado ningún concilio, se parte de un amplio consenso del pueblo cristiano, pero ese consenso no bastaba, la autoridad de la Iglesia, el Magisterio guiado por el Espíritu Santo, tiene que intervenir y zanjar la cuestión, y ahí entraron los concilios. Pero entonces el primer concilio en fijar el canon no podría decir «este es el canon que hemos recibido». Y efectivamente, estas actas del Concilio de Roma lo que nos dicen literalmente es «Hay que tratar de las Escrituras divinas, aquello que ha de recibir la universal Iglesia Católica.» Si todos los concilios afirman estar recibiendo el canon, este concilio es el único que afirma lo contrario, que va a proclamar «aquello que la Iglesia ha de recibir«. Y por eso no sorprende en absoluto que a continuación se recuerde la autoridad de Roma y se cite aquello de “todo lo que tú ates en la tierra será atado en el cielo”.
Concilio de Hipona, año 393
Se reafirmó por segunda vez el canon del Papa Dámaso I con estas palabras:
Hemos decidido que en las iglesias no se lea nada bajo el nombre de “divinas Escrituras” excepto las Escrituras canónicas. Y las Escrituras canónicas son las siguientes:
Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué hijo de Nun, Jueces, Rut, Reyes (4 libros), Crónicas (2 libros), Job, los Salmos, los 5 libros de Salomón (incluyendo Sabiduría y el Eclesiástico o Sirac), los 12 libros de los Profetas [= Profetas menores], Isaías, Jeremías, Daniel, Ezequiel, Tobías, Judit, Esther, Esdras (2 libros) [= Esdras y Nehemías], Macabeos (2 libros).
En el Nuevo Testamento: Los Evangelios (4 libros), Los Hechos de los Apóstoles (1), Las epístolas de Pablo (14), Las epístolas del apóstol Pedro (2), las epístolas del apóstol Juan (3), la epístola del apóstol Santiago (1), la epístola del apóstol Judas (1), La Revelación de Juan [= El Apocalipsis] (1).
[canon XXXVI del Concilio de Hipona tal como se leyó en el III de Cartago]
III Concilio de Cartago, año 397
Se reafirma de Nuevo el canon de Dámaso I con estas palabras:
Hemos decidido que en las iglesias no se lea nada bajo el nombre de “divinas Escrituras” excepto las Escrituras canónicas. Y las Escrituras canónicas son las siguientes: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué hijo de Nun, Jueces, Rut, 4 libros de Reyes [= 1, 2 Reyes y 1 , 2 Samuel], 2 de Paralipómenos [= Crónicas], Job, El Salterio [= Salmos], 5 libros de Salomón (Proverbios, Eclesiastés, el Cantar de los Cantares, Sabiduría y Sirac [= Eclesiástico]), los 12 libros de los Profetas [= Profetas menores], Isaías, Jeremías [= Jeremías, Lamentaciones y Baruc], Ezequiel, Daniel, Tobías, Judit, Esther, 2 libros de Esdras [= Esdras y Nehemías], 2 libros de Macabeos.
Del Nuevo Testamento: cuatro libros de los Evangelios, uno de los Hechos de los Apóstoles, trece epístolas del apóstol Pablo, otra epístola del mismo [autor] a los hebreos, dos epístolas del apóstol Pedro, tres de Juan, una de Santiago, una de Judas, un libro del Apocalipsis de Juan.
Sobre la confirmación de este canon consúltese la Iglesia transmarina [= Roma]. Sea lícito también leer las pasiones de los mártires, cuando se celebran sus aniversarios.
IV Concilio de Cartago, año 419
Vuelve a confirmarse el mismo canon de Dámaso I y otra vez se pide que el canon propuesto sea aprobado por el papa. Siendo este canon de Cartago, como el anterior, el mismo de Roma, esta petición de aprobación parece más un mero formalismo o una muestra más de adhesión a Roma. El canon xxiv dice así:
Que fuera de las Escrituras canónicas, nada se lea en la Iglesia bajo el nombre de Escrituras divinas.
Las Escrituras Canónicas son las siguientes: cinco libros de Moisés, a saber: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio; Jesús Navé [= Josué], uno de los Jueces, cuatro libros de los Reinos [= Samuel I, II y Reyes I, II], juntamente con Rut, dieciséis libros de los Profetas [mayores y menores, incluyendo Baruc y Lamentaciones, que iban con Jeremías], cinco libros de Salomón [Proverbios, Eclesiastés, el Cantar de los Cantares, Sabiduría y Eclesiástico], el Salterio [= Salmos de David]. Igualmente, de las historias: un libro de Job, un libro de Tobías, uno de Ester, uno de Judit, dos de los Macabeos, dos de Esdras [= Esdras y Nehemías], dos libros de los Paralipómenos [= Crónicas I y II].
Igualmente, del Nuevo Testamento: cuatro libros de los Evangelios, catorce cartas de Pablo Apóstol, tres cartas de Juan, dos cartas de Pedro, una carta de Judas, una de Santiago, los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis de Juan.
Sea lícito también leer las pasiones de los mártires, cuando se celebran sus aniversarios.
Haced que esto sea enviado a nuestro hermano y compañero obispo (Papa) Bonifacio, y a los otros obispos de esa región, para que confirme este canon, ya que estas son las cosas que hemos recibido de nuestros padres para ser leídas en la Iglesia.
[Canon XXIV del Concilio de Cartago IV]
Concilio de Florencia o de Basilea, año 1431-1445
[El Concilio] Profesa que uno solo y mismo Dios es autor del Antiguo y Nuevo Testamento, es decir, de la ley, de los profetas y del Evangelio, porque por inspiración del mismo Espíritu Santo han hablado los Santos de uno y otro Testamento. Los libros que ella recibe y venera, se contienen en los siguientes títulos:
Del antiguo Testamento, cinco de Moisés: es a saber, el Génesis, el Éxodo, el Levítico, los Números, y el Deuteronomio; el de Josué; el de los Jueces; el de Ruth; los cuatro de los Reyes; dos del Paralipómenon [= Crónicas I y II]; el primero de Esdras, y el segundo que llaman Nehemías; el de Tobías; Judith; Esther; Job; el Salterio de David de 150 salmos; los Proverbios; el Eclesiastés; el Cántico de los cánticos; el de la Sabiduría; el Eclesiástico; Isaías; Jeremías con Baruch; Ezequiel; Daniel; los doce Profetas menores, que son; Oseas; Joel; Amos; Abdías; Jonás; Miqueas; Nahum; Habacuc; Sofonías; Aggeo; Zacarías, y Malaquías, y los dos de los Macabeos, que son primero y segundo.
Del Testamento nuevo, los cuatro Evangelios; es a saber, según san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan; los hechos de los Apóstoles, escritos por san Lucas Evangelista; catorce Epístolas escritas por san Pablo Apóstol; a los Romanos; dos a los Corintios; a los Gálatas; a los Efesios; a los Filipenses; a los Colosenses; dos a los de Tesalónica; dos a Timoteo; a Tito; a Philemon, y a los Hebreos; dos de san Pedro Apóstol; tres de san Juan Apóstol; una del Apóstol Santiago; una del Apóstol san Judas; y el Apocalipsis del Apóstol san Juan.
[Sesión 11, del 4 de febrero de 1442]
Y así quedó la situación, de nuevo reafirmada, 80 años antes de la ruptura protestante y 100 años antes del Concilio de Trento, el cual de nuevo confirma este mismo canon.
Concilio de Trento, años 1546-1565
En el 1546 se convocó este concilio para poner orden en la Iglesia tras el terremoto producido por la ruptura de Lutero y reafirmar la doctrina católica frente a la nueva herejía. Se confirmó una vez más el anterior canon que incluía en el Antiguo Testamento los 46 libros de que consta hoy, frente a la decisión protestante de sacar del canon a los libros deuterocanónicos, que son: Tobías, Judit, parte griega de Esther, Sabiduría, Eclesiástico (Sirac), Baruc + carta de Jeremías (cap. 6 de Baruc), parte griega de Daniel, Macabeos 1 y 2. Se establece además que el canon será aquél contenido en la Vulgata, con lo que se zanja también el debate sobre algunos fragmentos de ciertos libros, y para evitar la confusión que crean ediciones erróneas de la Vulgata, se prohíbe a los editores que impriman vulgatas sin la aprobación de la Iglesia, y tras el concilio se encarga la elaboración de una edición oficial de la vulgata que ha de ser el modelo de todas las que se impriman. He aquí las actas de la cuarta sesión, que es la que trata sobre este asunto:
Acta completa de la cuarta sesión del Concilio de Trento, celebrado el 8 de abril de 1546 bajo el papa Pablo III. (la sesión anterior había sido el 4 de febrero)
Dos fuentes: Tradición y Biblia
El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo y presidido de los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, proponiéndose siempre por objeto, que exterminados los errores [protestantes], se conserve en la Iglesia la misma pureza del Evangelio que, prometido antes en la divina Escritura por los Profetas, promulgó primeramente por su propia boca Jesucristo, hijo de Dios, y Señor nuestro, y mandó después a sus Apóstoles que lo predicasen a toda criatura, como fuente de toda verdad conducente a nuestra salvación, y regla de costumbres; considerando que esta verdad y disciplina están contenidas en los libros escritos, y en las tradiciones no escritas, que recibidas de boca del mismo Cristo por los Apóstoles, o enseñadas por los mismos Apóstoles inspirados por el Espíritu Santo, han llegado como de mano en mano hasta nosotros; siguiendo los ejemplos de los Padres católicos, recibe y venera con igual afecto de piedad y reverencia, todos los libros del viejo y nuevo Testamento, pues Dios es el único autor de ambos, así como las mencionadas tradiciones pertenecientes a la fe y a las costumbres, como que fueron dictadas verbalmente por Jesucristo, o por el Espíritu Santo, y conservadas perpetuamente sin interrupción en la Iglesia católica.
El canon bíblico
Resolvió además unir a este decreto el índice de los libros Canónicos, para que nadie pueda dudar cuales son los que reconoce este sagrado Concilio. Son pues los siguientes.
Del antiguo Testamento, cinco de Moisés: es a saber, el Génesis, el Éxodo, el Levítico, los Números, y el Deuteronomio; el de Josué; el de los Jueces; el de Ruth; los cuatro de los Reyes [= Samuel I, II y Reyes I, II]; dos del Paralipómenon; el primero de Esdras, y el segundo que llaman Nehemías; el de Tobías; Judith; Esther; Job; el Salterio de David [= Salmos] de 150 salmos; los Proverbios; el Eclesiastés; el Cantar de los Cantares; el de la Sabiduría; el Eclesiástico; Isaías; Jeremías con Baruc; Ezequiel; Daniel; los doce Profetas menores, que son; Oseas; Joel; Amós; Abdías; Jonás; Miqueas; Nahum; Habacuc; Sofonías; Aggeo; Zacarías, y Malaquías, y los dos de los Macabeos, que son primero y segundo.
Del Testamento nuevo, los cuatro Evangelios; es a saber, según san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan; los Hechos de los Apóstoles, escritos por san Lucas Evangelista; catorce Epístolas escritas por san Pablo Apóstol; a los Romanos; dos a los Corintios; a los Gálatas; a los Efesios; a los Filipenses; a los Colosenses; dos a los Tesalonicenses; dos a Timoteo; a Tito; a Filemón, y a los Hebreos; dos de san Pedro Apóstol; tres de san Juan Apóstol; una del Apóstol Santiago; una del Apóstol san Judas; y el Apocalipsis del Apóstol san Juan.
Si alguno, pues, no reconociere por sagrados y canónicos estos libros, enteros, con todas sus partes, como ha sido costumbre leerlos en la Iglesia católica, y se hallan en la antigua versión latina llamada Vulgata; y despreciare a sabiendas y con ánimo deliberado las mencionadas tradiciones, sea excomulgado. Queden, pues, todos entendidos del orden y método con que después de haber establecido la confesión de fe, ha de proceder el sagrado Concilio, y de qué testimonios y auxilios se ha de servir principalmente para comprobar los dogmas y restablecer las costumbres en la Iglesia.
Decreto sobre la edición y uso de la Sagrada Escritura
Considerando además de esto el mismo sacrosanto Concilio, que se podrá seguir mucha utilidad a la Iglesia de Dios si se declara qué edición de la sagrada Escritura se ha de tener por auténtica entre todas las ediciones latinas que corren; establece y declara, que se tenga por tal en las lecciones públicas, disputas, sermones y exposiciones, esta misma antigua edición Vulgata, aprobada en la Iglesia por el largo uso de tantos siglos; y que ninguno, por ningún pretexto, se atreva o presuma desecharla. Decreta además, con el fin de contener los ingenios insolentes, que ninguno fiado en su propia sabiduría, se atreva a interpretar la misma sagrada Escritura en cosas pertenecientes a la fe, y a las costumbres que miran a la propagación de la doctrina cristiana, violentando la sagrada Escritura para apoyar sus dictámenes, contra el sentido que le ha dado y da la santa madre Iglesia, a la que privativamente toca determinar el verdadero sentido, e interpretación de las sagradas letras; ni tampoco contra el unánime consentimiento de los santos Padres, aunque en ningún tiempo se hayan de dar a luz estas interpretaciones.
Los Ordinarios declaren los contraventores, y castíguenlos con las penas establecidas por el derecho. Y queriendo también, como es justo, poner freno en esta parte a los impresores, que ya sin moderación alguna, y persuadidos a que les es permitido cuanto se les antoja, imprimen sin licencia de los superiores eclesiásticos la sagrada Escritura, notas sobre ella, y exposiciones indiferentemente de cualquiera autor, omitiendo muchas veces el lugar de la impresión, muchas fingiéndolo, y lo que es de mayor consecuencia, sin nombre de autor; y además de esto, tienen en venta sin discernimiento y temerariamente semejantes libros impresos en otras partes; decreta y establece, que en adelante se imprima con la mayor corrección que sea posible la sagrada Escritura, principalmente esta misma antigua edición Vulgata; y que a nadie sea lícito imprimir ni hacer que se imprima libro alguno de cosas sagradas, o pertenecientes a la religión, sin nombre de autor; ni venderlos en adelante, ni aun retenerlos en su casa, si primero no los examina y aprueba el Ordinario; so pena de excomunión, y de la multa establecida en el canon del último concilio de Letran.
Si los autores fueren Regulares, deberán además del examen y aprobación mencionada, obtener licencia de sus superiores, después que estos hayan revisado sus libros según los estatutos prescritos en sus constituciones. Los que los comunican, o los publican manuscritos, sin que antes sean examinados y aprobados, queden sujetos a las mismas penas que los impresores. Y los que los tuvieren o leyeren, sean tenidos por autores, si no declaran los que lo hayan sido.
Dese también por escrito la aprobación de semejantes libros, y aparezca ésta autorizada al principio de ellos, sean manuscritos o sean impresos; y todo esto, es a saber, el examen y aprobación se ha de hacer de gracia, para que así se apruebe lo que sea digno de aprobación, y se repruebe lo que no la merezca. Además de esto, queriendo el sagrado Concilio reprimir la temeridad con que se aplican y tuercen a cualquier asunto profano las palabras y sentencias de la sagrada Escritura; es a saber, a bufonadas, fábulas, vanidades, adulaciones, murmuraciones, supersticiones, impíos y diabólicos encantos, adivinaciones, suertes y libelos infamatorios; ordena y manda para extirpar esta irreverencia y menosprecio, que ninguno en adelante se atreva a valerse de modo alguno de palabras de la sagrada Escritura, para estos, ni semejantes abusos; que todas las personas que profanen y violenten de este modo la palabra divina, sean reprimidas por los Obispos con las penas de derecho, y a su arbitrio.
Asignación de la sesión siguiente
Item establece y decreta este sacrosanto Concilio, que la próxima futura Sesión se ha de tener y celebrar en la feria quinta después de la próxima sacratísima solemnidad de Pentecostés.
(Actas del Concilio de Trento, año 1546)
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