De imágenes y reliquias


En nuestra serie sobre las imágenes en el cristianismo hemos hecho un recorrido en el tiempo, analizando lo que nos dice Dios en el Antiguo y Nuevo Testamento más lo que hizo la Iglesia Primitiva, y también hemos aclarado conceptos teológicos como la diferencia entre veneración y adoración. El resultado de todo ese recorrido es que el uso de imágenes no contradice la Palabra de Dios en absoluto, incluso es allí sugerida, y que este culto no es una doctrina que transmite una verdad, sino una doctrina instrumental que se fundamenta en su utilidad. Para entender si la Iglesia hizo bien en aceptar este culto y llegó tan lejos como para declararlo dogma nos queda ya sólo un paso: entender si realmente este instrumento merece la pena, es decir, si ayuda tanto en el culto a Dios como para protegerlo con un dogma. Recordemos que la Iglesia no declara el uso de imágenes obligatorio para la salvación, sino un instrumento de gran eficacia que nos ayuda a acercarnos más a Dios, pues también el culto a los santos (y por tanto a María) en última instancia nos lleva a Dios. De eso es de lo que tratará este artículo, de si las imágenes pueden cumplir bien esa función.

La función que tienen las imágenes y su capacidad de llevarnos a Dios más fácilmente está en su valor psicológico, así que en este artículo no hablaremos más de Biblia ni de teología, pero tampoco nos dedicaremos ahora a analizar teorías psicológicas. Lo que queremos demostrar se verá mucho mejor con dos simples historias.

1- David y Sofía

Al llegar a casa entró en su habitación y se desplomó sobre la cama. Agotado, cerró los ojos y, casi en el acto, una imagen se formó en su cabeza. Sofía le miraba con esa misma sonrisa pícara y melosa que hace ya tres años le había atrapado por primera vez. “No sabía que se podía amar tanto a alguien”, pensó David, y se sintió un poco tonto mientras una amplia sonrisa se dibujaba en su cara. Inconscientemente buscó a tientas la cartera en el bolsillo de su chaqueta y con dedos expertos extrajo una foto. La foto. Sofía. No necesitó abrir los ojos para verla, se la conocía de memoria de tantas horas que se había pasado observándola. Simplemente se la llevó al corazón y la apretó contra su pecho. Se le antojó que era la mano de ella la que así le apretaba y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Abrió los ojos y observó la foto detenidamente. Sí, allí estaba, con esa sonrisa que tanto le derretía, mirándole enamorada. Enamorada. “No sabía que se podía echar tanto de menos a alguien”, pensó David; y esta vez se sintió un poco triste. Posaba con su traje azul, el que más la favorecía. Al fondo se adivinaba la imponente mole histórica de la ciudad de Toledo. Ay Sofía.

Es verdad que tenía en el cajón un montón de fotos de ella, más de veinte -la ventaja de tener un amigo retratista- un tesoro que visitaba asiduamente. Y también, codicioso, guardaba en el mismo sitio una cajita de rape que había pertenecido a su padre, y dentro, un mechón de su cabello, de Sofía. Y también una bufanda suya que un día ella le regaló, pero que nunca se ponía por miedo a estropearla, porque le recordaba tanto a ella. Abría el cajón, miraba las fotos, rozaba apenas el mechón de cabellos y se estremecía. Se envolvía la garganta con la bufanda (¿huele aún a su colonia?) y se le antojaba como un abrazo, y la sentía más cerca, como si Alemania después de todo no estuviera tan lejos. Pero esta foto tenía algo que la hacía muy especial, mucho más que todos sus otros tesoros. No era sólo que estaba especialmente hermosa, que su sonrisa era especialmente cautivadora, que estaba tan natural que a veces le parecía que la estaba viendo de verdad sonriéndole desde detrás del borde dentado del retrato. No era solo eso, aunque eso ya habría bastado. Era que el día antes de marcharse a Alemania a hacer ese maldito curso de enfermería, ella le dejó su amor en el reverso. Miró la foto una vez más y se sintió feliz. “¡Ah! Cómo la echo de menos.

Dos días más tarde David entró en la cocina con aspecto de urgencia. Su madre apartó la olla de barro de la lumbre y lo miró inquisitiva. Él miró distraídamente hacia las llamas, esquivo, y luego al Sagrado Corazón que había sobre la pared, fingiendo un excesivo interés en el nuevo manojo de flores recién cortadas que su madre había puesto junto a la imagen, en la repisa. Ella se hizo la loca y esperó paciente mientras fingía buscar algo en la alacena y luego se aflojó, para anudarse después, el pañuelo de la cabeza. Finalmente David estalló.

–  “Madre, tengo que llamarla.”

– “Pero hijo, ¿otra vez? Que ya pusimos una conferencia a Alemania hace menos de dos semanas. Si me parece bien que os queráis tanto pero, hijo, que el dinero no nos sobra ¿No te basta con escribirla todos los días? Que ya solo con los sellos se nos va el medio jornal y como…”

– “Todos los días no escribo, madre”, la interrumpió David, “mire que es usted exagerada.”

– “Ya, no estaría yo muy segura ¿Y no podrías esperarte unos días más y aluego ya la llamas? Que encima si fueran dos minutinos para ver qué tal está y ya, que para eso son los teléfonos, vamos digo yo, ¡pero qué va! que parece que hay que arrancarte el teléfono con palanca. Que seguro que la telefonista esa se lo va contando a medio pueblo lo embobao que te pones. Que pa’ mí que la Manoli se metió a telefonista namás que pa’ chismorrear; si conoceré yo a esa familia. Pero claro, como te tienen sorbido el seso… Mira, hacemos una cosa, espérate hasta San Miguel y llamas, que total no son ni dos semanas y yo ya habré vendío los tomates y…

– “Que no madre, que es que tengo que hablar con ella. Cosas mías… Que es que me preguntó una cosa por carta y le urge porque… Bueno mire, la llamo hoy un momento y le prometo que luego ya no la llamo más en cuatro semanas ¿le parece?

– “Bueeeeeno, siempre te sales con la tuya. Con veintidos añazos y me engatusas igual que cuando tenías cinco ¡seré tonta!

Sonrió con ternura, y dándole un beso en la frente se volvió al fogón, a recoger las peladuras de patatas mientras David desapareció de casa como por encanto. “Y que cuatro semanas, ¡ja!” pensó ella. Se oyó un portazo y Adela se giró. “Pero hijo, ¿que tan urgente que ni a después de la comida te puedes esperar?” Y asomándose por la ventana le gritó “No te líes que esto ya… reposar un poco y ya está”. Inconscientemente se metió la mano en la faltriquera y rozó los tres billetes de peseta que le sobraron de la tienda. “¡Jesús, esta juventud, qué cosa!”. Pero bien sabía ella por qué le urgía tanto llamarla, que al fin y al cabo “¿no soy yo quien le ha parido?”. Adela se quitó el delantal, salió de la cocina y fue a lavarse a la alcoba. Pero en vez de dirigirse al aguamanil del rincón, junto al arcón, se sentó en la cama y se quedó mirando fijamente el retrato de su marido que reposaba sólido sobre la mesilla de noche. Sus ojos se humedecieron.

Parece mentira Manuel, después de estos años todavía no me he acostumbrado a estar sola. Ya, ya, que tengo al chico, pero bueno, tú ya me entiendes.” Suspiró hondo mirando a la pared. Al momento su cuerpo pareció cobrar nueva vida, se irguió enérgica, luego acercó mucho su cara al retrato y con una sonrisa y como quien cuenta un secreto, dijo en excitados susurros, “Ay Manuel, ¡si vieras lo enamorao que está el niño! Me recuerda tanto a nosotros cuando teníamos su edad ¿te acuerdas?”. Y tras mirar a la puerta, poniendo expresión confidente continuó. “Ayer se le cayó el retrato de la muchacha a la lumbre, ese que lleva siempre encima, y no veas el disgusto que se cogió el pobre. No pudo ser otro, no, tuvo que ser justo el retrato ese que está ella en Toledo, el que lleva en la cartera, que ya te lo he contao yo más de una vez. Menos ayer, que no sé qué hacía el demonio del muchacho con el retrato en el bolsillo de la chaqueta. Y fue a sacar el moquero y ¡hala! Que p’allá salió el retrato disparao, derechito a la lumbre, que también es mala suerte, pero que vamos, que sí, que esas cosas pasan, si lo sabré yo, que más de una peseta se me ha quemao a mí por precisar el moquero haciendo el guiso. Soltó dos maldiciones y ya no dijo más. Y que se iba al cuarto, que tenía mucho que estudiar p’a eso del boticario, que no veas si no apunta bien alto, mi niño, ¡que vale más…! Pero a lo que iba, que se fue porque y que tiene que estudiar, asín, de repente. Como que de pronto si no estudia se le rompe una tripa, digo yo. Pero vamos, que una no es tonta, no. Como si no supiera yo el disgusto que se llevó, criaturita. Pobrecito mío, con el cariño que tenía al retrato ese, con la dedicatoria por detrás y todo. Y ahora me viene con que tiene que poner una conferencia a Alemania otra vez porque tiene que decirle nosequé. Ya ves, “nosequé”, como si no le conociera yo. Vamos hombre, que soy su madre. ‘Sofía prenda mía, que si me puedes mandar otro retrato con un beso tuyo, es que ayer se me achicharró el que me diste antes de irte’. Pues sí señor, eso le va a decir, que lo sé yo, que si el niño no tiene un retrato con el besito se me muere de pena. Y pedirle la dedicatoria no se me atreve, si lo sabré, pero como venga sin dedicatoria se me pone mustio, que le conozco. Si es que un poco memo sí que es, que to’ hay que decirlo. En eso salió a ti, ya ves, que en algo se te tenía que parecer, por eso que cuenta él de los ‘gemes’ o lo que sea eso, porque por algo es tuyo, claro, que una… En fin, no sé yo por qué le da tanta importancia a un retrato, si no es más que un papel ¿no? Digo yo, vamos. Que el retrato ese ni le entiende ni le cuenta… ni le toca un pelo. Pero que mejor asín, eh, que ya tendrán tiempo de achucharse después de la boda, pero que vamos… digo yo…” Y cogiendo la fotografía de su marido entre las manos lo miró con ojos dulces y le dijo con amargura “Ay Manuel, Manuel, que va a acabar los estudios y veo que en un año se nos casan y qué voy a hacer yo allí sola en el casamiento sin tenerte a mi lado. Te echo tanto de menos. Me voy a acordar tanto de ti…”. Y mientras una lágrima se escapaba atrevida por su mejilla, dio un beso a la foto de su marido y posó de nuevo el retrato sobre la mesilla de noche. Luego abrió el arcón, sacó el abrigo de su Manuel y abrazándolo fuerte aspiró hondo. No fue lavanda y romero lo que le pareció sentir, sino su olor, como si acabara de quitárselo y lo hubiera metido en el arcón antes de salir a echar la partida. Como aquel día…

En cuanto la bocanada de aire penetró sus pulmones, un latigazo de placer y de dolor sacudió toda su columna, pero al dejar el abrigo, salió de la habitación relajada y con el rostro iluminado. Cruzó el pasillo murmurando, “Ay Manuel, Manuel, quién te manda, pero quién te manda, con lo bien que estábamos. Que si no fuera por el chico y porque una ya va teniendo una edad, que en mi familia somos de poco durar, y con este corazón tan esmirriao que nos ha tocado en suerte pocas llegamos a los 60, así que aprovéchate, sí, que cualquier día de estos, ¡zas! me planto allí en un suspiro, Dios mediante, y como te pille por allí arriba tonteando con otra, porque me planto allí sin avisar, namás que ¡zas! y allí estoy, y como te pille tonteando con otra la tenemos, ¿eh?, ya te digo que la tenemos, que tú estás de muy buen ver y siempre has sido un poco tarambana”. Se fue a poner la mesa riendo a carcajadas por su ocurrencia, sintiéndose renovada y llena de ánimo. Al entrar en la cocina no pudo evitar ver el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús y de repente se sintió un poco avergonzada, como una chiquilla a quien acabasen de pillar con la mano metida en el tarro de confites. Se santiguó y dijo en un susurro, “Ay que ver, ay que ver las cosas que se me ocurren. Tú ni caso Manolo.” Y mirando como al techo añadió “Pero como te pille…” Y se volvió a reír mientras esperaba la vuelta de David con la mano metida en la faltriquera.

2- Pablo se va de senderismo

Acababa de cumplir los 25 y decidió regalarse unas vacaciones en Asturias. Le gustaba la naturaleza y las acampadas, así que pensó que nada mejor que los Picos de Europa. Se alojó en Cangas de Onís para hacer desde allí la ruta a pie hasta el santuario de la Virgen de Covadonga. Había oído mil veces hablar de la increíble belleza del paraje, la gruta abierta en la roca y la imagen de “la Santina”, como la llaman los de allí, esperando dentro. Pensar en que por fin vería la Virgen a la que tanta devoción tenía su madre le llenó de ternura. Desde pequeño estaba acostumbrado a ver en el dormitorio de sus padres, encima de la cómoda, una reproducción en yeso de la Santina. Si lo piensas fríamente no tenía ninguna belleza especial, ni siquiera era una buena copia, pero a través de los ojos y el corazón de su madre había asimilado la belleza que esa imagen irradiaba. Cuando veía a su madre mirar a aquella imagen con tanto amor, Pablo no podía por menos que contagiarse y casi le parecía que fuese el vivo retrato de la Virgen María.

Antes de salir para la estación, cargado con su mochila, subió a la habitación de sus padres, se acercó a la imagen de la Virgen y le dijo en un susurro, “Dentro de nada voy a verte, por fin, casi no me lo puedo creer. Cuida mucho de mis padres y ruega a Dios por mí…” Y medio en broma y con un guiño añadió, “Tú que tienes enchufe, que para eso eres su madre, jaja”. Alzando la entrañable imagen la besó con cuidado. En ese momento entró su madre. “Pero qué haces con la virgen en la mano, a ver si la rompes y me das un disgusto, que ya sabes que esa me la regaló tu padre en la Luna de Miel y le tengo mucho cariño. El pobre sabía que me disgusté cuando se rompió la virgen que teníamos de abuela y se le ocurrió regalarme otra”. “No te preocupes mamá”, dijo Pablo, “que si la rompo te traigo otra mucho mejor de Asturias”. “Ya hijo, ya, pero no es igual, es que esta me trae a mí muchos recuerdos y ya me acostumbré a ella. Si me traes otra, aunque fuese más bonita, ya no es igual, se me haría extraño, hasta que me acostumbrara otra vez”. “Pero mamá, si Virgen sólo hay una”. “Ya lo sé, tonto, pero por eso, porque Virgen sólo hay una pero imágenes hay miles, y a mí la imagen que me hace tilín es esta de aquí, que todavía recuerdo la carita de tu padre cuando vino con el regalo envuelto en papel de chocolate y me agarró por la cintura y… bueno hijo, que a ti eso te da igual, que sólo digo que como me la rompas te enteras”. “Vale, vale, ahí te la dejo, que yo me voy a ver a la auténtica”. “Vaya, así que te vas a Galilea en una máquina del tiempo ¡qué moderno!”. “Ay que ver qué tonta te pones, mamá”, dijo Pablo riéndose. “¿yo? Eres tú el listo que acaba de informarme de que sólo hay una Virgen, pues allí es donde está”. “Te ha sentado mal, ¿eh? Mira que eres susceptible. Además mamá, la Virgen está en el cielo, por si no lo sabías”. “El caso es siempre darme lecciones a mí ¡qué muchacho este! Pues nada, entre montarte en una máquina del tiempo y morirte, tú sabrás cuál te apetece más, tan listo como eres”. “Bueno, bueno, que te pongo la virgen aquí, a ver si ahora vas y limpiando el polvo te la rompes tú, y me voy, que se va el tren”. Pablo le dio un beso de despedida y mientras se iba por el pasillo su madre gritó “Buen viaje, no corras. Y Oye, que me enciendas una vela donde la Santina, reza algo por mí”. Y mientras se volvía al cuarto a colocar la imagen de la Virgen como es debido, que su hijo la había dejado como de lado, se dio cuenta de lo que acababa de decir, “y que ¡no corras! y se va en tren”, ja ja, “ay, la costumbre”.

El largo viaje le pareció un suspiro. Al salir del hotel se dirigió hacia el río y llegó al imponente puente romano emblema de la ciudad. Del regio arco de piedra colgaba la inmensa cruz de hierro símbolo de Asturias, suspendida en medio del aire como si flotara. A través del arco se veían las hermosas verdes montañas y las cumbres nevadas azuleando a lo lejos, y sobreimpuesta sobre ellas, la majestuosa cruz. En ese momento supo que Dios no se lo podía haber dicho con mejores palabras: “Toda esta belleza que ves es mi creación, mi presencia lo impregna todo, allá donde vayas, allí estaré yo”. El mensaje le llegó con tanta fuerza que se le saltaron las lágrimas, y presa de un súbito fervor, mirando fijamente a la cruz alabó al Señor del universo y le dio las gracias por estar allí. Y luego, con los ojos fijos en la cruz, su mente se quedó en blanco, sin pensar, solamente disfrutando en lo más hondo de la presencia de Dios en todo su ser, en toda la creación. Cuando oyó la risa de un niño que pasó corriendo a su lado, volvió en sí y pensó que eso debía de ser lo que Santa Teresa sentía cuando se extasiaba delante del crucifijo y decía eso de “vivo sin vivir en mí”. Pero también fue la Santa quien dijo lo de “entended que, si es en la cocina, también entre los pucheros anda el Señor”; así que manos a la obra y a empezar a caminar, que Covadonga queda lejos.

En efecto, el camino era largo y algunos tramos de subida resultaban agotadores, pero la increíble belleza del paisaje merecía la pena. Sin embargo, esta caminata no estaba resultando igual que las anteriores. Era como si una fuerza lo rodeara desde todas partes y lo envolviera. Sentía una plenitud a la que no estaba acostumbrado. La imagen de la enorme cruz suspendida en el aire no se le iba de la cabeza. A cualquier sitio que miraba era como si la cruz estuviese allí, flotando, recordándole la presencia de Dios en toda la creación. La belleza del paisaje resultaba ahora una manifestación de su Creador, y por tanto cada flor, cada peña, cada árbol, emanaba amor. Se sacudió la cabeza sonriendo y pensando que se estaba volviendo un sentimental, pero en el fondo se sentía un auténtico privilegiado, y por nada del mundo cambiaría esa sensación.

Del bolsillo de su mochila sacó una pequeña cruz de madera. Una amiga suya había estado en Jerusalén y le compró una cruz hecha con madera de olivo. “Me dijo el tendero que estaba hecha con madera de un olivo del Monte de los Olivos”, dijo ella guiñándole un ojo. Pablo rio divertido, si se dedicaran a cortar olivos de allí para hacer cruces, ya no quedaría ninguno. Como decía su padre ante tales cosas, “pero el cariño es el mismo”, y “lo que cuenta es la intención”, añadiría su madre. Pero lo que hacía de esa cruz algo verdaderamente valioso para él era el hecho de que su amiga, cuando visitó el Santo Sepulcro, pasó rápidamente la cruz por encima de la piedra donde había yacido Jesús. Él sólo podía imaginarse la emoción que podría sentir si se encontrara en el mismo lugar donde Jesús había resucitado, ante la misma piedra que había sido testigo mudo del hecho más asombroso de la historia. Su amiga decía que al verse allí, en la diminuta cámara del sepulcro, sintió como si de pronto su alma viajara a través del tiempo y se encontrara allí, ante la tumba vacía, totalmente conmovida y asombrada de encontrar desnuda la piedra donde hacía unos días reposaba el cadáver. Por desgracia bien poco le duró su experiencia mística, decía molesta, “porque había tanta gente que en seguida me pidieron salir de ahí”. Pero antes de marcharse sacó las cruces que había comprado y las pasó por encima, rozando con ellas la bendita roca que había estado en contacto con Jesús. Sintió como si su cuerpo se electrizase, tan intensa fue la emoción, y al salir de allí, durante horas siguió sintiendo intensamente ese roce en la punta de sus dedos, igual que una enamorada siente durante horas el fugaz beso de su amado aún vibrando en sus labios.

Bueno”, pensó Pablo, “yo no tuve la suerte de tocar con mis dedos la piedra del Señor, pero esta crucecita de aquí, hecha con madera de quién sabe dónde, sí ha tenido esa fortuna”. Y alzando la cruz a la altura de sus ojos le dijo, “vaya, no está mal para un trozo de madera comprada a un tendero”. Pero al apretar la cruz entre sus manos, su mente voló hacia Jerusalén, y le vinieron imágenes de Jesús, de su vida, y lo imaginó andando por sus calles, hablando con la gente, hablando con él, mirándolo a los ojos; y se conmovió. Se sintió agradecido por tener la suerte de tener aquella crucecita que llevaba siempre colgada del cuello. En verdad tenía para él un gran poder de evocación. Y con esta sensación en la mente, y en el corazón, siguió andando un camino que, ya se había dado cuenta, estaba siendo para él muy especial, como si la meta tirase de él y lo energizara. “¡Claro!”, pensó súbitamente, “por eso esta caminata me estaba resultando tan diferente a las que había hecho antes ¡Esto no es senderismo, esto es peregrinación!”.

Y en verdad que era bien diferente. Otras veces había disfrutado del contacto con la naturaleza, del paisaje, del ejercicio, pero esta vez todo tenía un fin distinto. Desde el primer paso que dio, su objetivo no era simplemente el de dar placer a sus sentidos físicos; ahora su objetivo era encontrarse de manera íntima con Dios. La cruz de Cangas se lo había recordado incluso antes de empezar el viaje, pero era lo sagrado del destino lo que hacía que cada paso que daba sintiera que se acercaba un paso más a Dios, y al mismo tiempo sentía que Dios estaba presente en todo el camino, en la cruz de Cangas al inicio, en la belleza del paisaje durante el trayecto, en la cruz de Jerusalén que a ratos sentía rozar su pecho, y sobre todo en el destino, en esa gruta donde le esperaba la Santina. No tendría el gran privilegio de encontrarse con la piedra sobre la que resucitó Jesús, pero al menos tendría la suerte de encontrarse cara a cara con la imagen en piedra de su Madre. Y no se trataba de una imagen cualquiera, no, era la misma forma, el mismo color, los mismos rasgos, las mismas vestiduras que desde pequeño había aprendido a identificar con María. Claro que la María de verdad probablemente no se pareció en nada a aquella imagen, ni usaría esos vestidos, y desde luego no tendría esa corona, pero qué más da, es como la cruz de madera hecha por un tendero como souvenir, lo que cuenta es el poder evocador, el impacto psicológico, y Pablo presentía que esa imagen lo iba a tener, y mucho.

Desde una curva del camino divisó, allá arriba, la iglesia de piedra que sabía estaba a los pies de la peña de la Virgen. Se sentía exhausto pero ¡ya estaba cerca! Pensar en lo poco que faltaba para ver por fin a María le puso alas en los pies. Al llegar arriba, se apoyó en una roca, dejó a un lado la mochila y miró a su alrededor. La visión era sencillamente espectacular. Tras él estaba la hermosa iglesia de piedra de apariencia milenaria, aunque no lo era. Frente a él, un inmenso pico cortado en una pared rocosa que se elevaba hasta la cima. Varias decenas de metros por encima de él, se abría al exterior una pequeña cueva, y una larga escalera excavada en la roca zigzagueaba hasta acabar en ella. Pero lo que realmente tiraba de su alma hacia aquella apertura era precisamente lo que no se veía, pero que él sabía que estaba allí, esperándole.

De repente se sintió minúsculo e indigno ante la majestuosidad de la creación de Dios y la santidad que se irradiaba desde aquella humilde cueva. Subió despacio las escaleras, nervioso y emocionado, casi con miedo a encontrarse con lo sagrado. Cuando finalmente llegó a la cueva y entró, lo que sintió no le decepcionó. Allí estaba, hermosa, sencilla, sonriente, la imagen que tantas veces había visto desde su infancia. Pero la auténtica.

Como católico que era, había visto cientos de vírgenes por todas partes, en estampitas, imágenes, cuadros, iconos. Pensó que a Jesús se le representa siempre de forma semejante, pero a María se la representa de mil formas, quizá porque nadie sabe cómo fue, quizá porque cada uno quiere plasmar en ella su propio ideal de mujer, de madre. En cualquier caso, esa imagen desde el primer instante lo golpeó con toda una avalancha de recuerdos y asociaciones. Al mirarla a los ojos vio los ojos de su madre, vio a su madre rezando ante la pobre imitación de su dormitorio, se vio a sí mismo mirando a la réplica de yeso con curiosidad y asombro cuando era niño, con afecto cuando era mayor. Y en medio de toda esa emoción, de todo ese impacto, cerró los ojos y ya no estaba ante una estatua de piedra; se sintió ante la presencia de su amada María. Fue como si su alma volara en el espacio y en el tiempo y se encontrara en una humilde casa de Nazaret observando a la madre de Jesús. Y la sensación, más que la idea, retumbó en su cabeza: “la madre de Jesús, de Jesús”. Nunca tan intensamente como en aquella ocasión había experimentado a María como el camino hacia Jesús. Igual que la estatua de la cueva tenía al Niño en brazos, esta María que ahora impregnaba su mente sostenía al Verbo encarnado y lo protegía en su humana vulnerabilidad. Ese niño que casi todas las vírgenes sostienen no es un adorno o un atributo de su maternidad, es su razón de ser, lo que les da su pleno significado, porque si santa es María es precisamente porque tuvo el inmenso privilegio de dar a luz y de criar a nuestro encarnado Dios. La criatura cuidando de su Creador ¡semejante paradoja!

Si la cruz de Jerusalén adquirió para Pablo un valor sentimental especial fue porque había rozado la piedra que durante tres días había tocado el cuerpo del señor. ¿Qué valor no tendrá la mujer cuyo vientre llevó al Salvador durante nueve meses, cuyo regazo le sostuvo durante años y cuyos brazos le rodearon tantas veces y hasta después de su último aliento? Sentirse cerca de María es sentir el impacto de la presencia de Dios, porque toda ella está impregnada de Él. Tras un período de tiempo que le resultó imposible cuantificar, volvió a tomar conciencia de dónde estaba y, abriendo los ojos, observó con interés la estatua de piedra. En verdad no le gustaba la corona, después de ver en su imaginación a María, humilde y sencilla, esa corona le resultaba totalmente fuera de lugar, el manto le parecía, ¿como diríamos? demasiado “triangular”, pero bueno, a pesar de todo era su Virgen de Covadonga, la de toda la vida, la que le llegaba al alma, la que de niño le había llevado hasta María.

Al recordar esto sintió de nuevo un gran cariño por aquella imagen y sintió su poder, el poder de llevarle hasta María y de ella hasta Jesús. Sintió tanta ternura que la hubiera abrazado de no ser porque estaba seguro de que no se lo hubieran permitido (habría arrugado ese rígido manto triangular, pensó), pero encendió una vela ante la imagen pensando en María y otra vela por su madre, y cerrando de nuevo los ojos rezó una oración: “Madre, ruega a Dios por mí y mi familia, que nunca nos apartemos de Jesús”, y tras una breve pausa respiró hondo y añadió, “Y tú que eres mujer y entiendes de estas cosas, bueno, ya sabes lo que siento por Sonia, a ver si convences a Dios de que me lo ponga más fácil, je je”. Y recordando que en verdad lo tenía muy difícil decidió encender otra vela, esta vez por lo de Sonia, que quedara claro que el asunto le interesaba mucho, y en silencio rezó un Ave María. Abriendo de nuevo los ojos miró esta vez al niño que la Virgen tiene en brazos y le dijo en un susurro, “Porfa, escucha a tu madre, igual que en Caná”.

Cuando salió de la cueva se sintió como quien hubiera salido del mismo cielo. Su alma llena de gozo, su cuerpo ligero como el humo, y una sonrisa tonta dibujada en su cara. Muchas veces había rezado a María, y últimamente muchas más, muchas, casi siempre a cuenta de Sonia. Pero allí, en la gruta de su Santina, se había sentido más que nunca en presencia de María, y más que nunca la había sentido como puerta hacia Jesús. Su espíritu estaba lleno de energía y se sintió agradecido a Dios. “El lunes sin falta la invito a ir al cine. Porque yo lo valgo. Claro que sí”, se dijo lleno de valor, y ya no se le borró la sonrisa en todo el día.

Actitud católica ante imágenes y reliquias

Empecemos por recordar brevemente la definición de estas dos palabras:

Venerar: Respetar en sumo grado a alguien por su santidad, dignidad o grandes virtudes, o a algo por lo que representa o recuerda.

Adorar: Reverenciar con sumo honor o respeto a un ser, considerándolo como cosa divina.

Los católicos veneramos a la Virgen y a los santos por lo que son, y a las imágenes y reliquias por lo que nos evocan; adorar, sólo adoramos a Dios. María no tiene naturaleza divina. Ella es criatura, Él es creador, no hay zonas grises en medio. Los santos, y en especial María, son la muestra de lo que la gracia de Dios puede hacer en el ser humano, y por eso nos sirven de modelo e inspiración para acercarnos a Dios; en ellos vemos cumplida la promesa a la que podemos aspirar nosotros. Su poder de intercesión ante Dios es como el poder de intercesión que tenemos todos los cristianos los unos para con los otros, pero multiplicado porque ya están en presencia de Dios.

Tanto la historia de David como la de Pablo están plagadas de elementos del catolicismo: imágenes, reliquias, peregrinación, veneración a María, intercesión, etc. En la primera historia vemos algunos de estos elementos en un contexto puramente humano, en la segunda historia vemos los elementos en un contexto religioso, pero psicológicamente son los mismos mecanismos. Estos rasgos católicos son, en realidad, rasgos que los humanos usamos en todas las esferas de nuestra vida, no sólo en la esfera religiosa. Como vemos en la Biblia, Dios se relaciona con los hombres buscando siempre su cooperación y utilizando los medios que se adaptan a la naturaleza humana, que es cuerpo y alma en uno, y esa misma manera de llevar la salvación a los hombres se conserva en la Iglesia Católica: cooperación con Dios, con cuerpo, mente y espíritu.

David “veneraba” las fotos de Sofía, pero aunque todas eran fotos de Sofía, veneraba la de Toledo por encima de todas. Pablo veneraba las imágenes de María, pero aunque todas eran imágenes de María, veneraba a la de Covadonga por encima de todas. David “veneraba” la bufanda porque se la había dado Sofía, sentía que tenía su olor, su tacto, y también atesoraba su mechón de pelo porque era como un pedacito de ella. Pablo veneraba la cruz de Jerusalén porque había estado en contacto con los lugares santos en los que había estado Jesús. La madre de David usaba la foto de su difunto marido para poder focalizar su pensamiento y emociones mientras le hablaba. La madre de Pablo veneraba la imagen de la virgen que le había regalado su marido, y Pablo veneraba la cruz de Jerusalén y la Virgen de Covadonga, además de a María en sí: a María por su santidad y virtudes, a la imagen y la cruz, por lo que representaban. Sólo a Dios adora “considerándolo como cosa divina”, porque sólo Dios es Dios (valga la redundancia). Esto, que muchos protestantes creen que para nosotros es muy confuso, para los católicos resulta claro como el agua y la línea divisoria entre Dios y no Dios, y entre un ser y lo que representa a un ser, son líneas nítidas y no borrosas. Otro asunto es si, visto desde fuera, las líneas no siempre parecen tan nítidas, pero eso es problema del observador externo, no del individuo que lo experimenta.

Absurdo o no, así funciona la psicología humana, las imágenes, sonidos, olores, etc. pueden tener en las circunstancias adecuadas un enorme poder evocador. Si vemos a nuestra amada sentimos un arrebato de amor, si vemos un banco en un parque no sentimos amor. Pero si ese banco es donde ella estaba el día que nos conocimos, donde estábamos sentados cuando la besé por primera vez, donde ella iba cada tarde a leer, entonces puede que al mirar ese banco mi pecho se encienda de amor. Lo que sería absurdo es pensar que como al mirar el banco siento amor, entonces es porque estoy enamorado del banco. No, siento amor porque mi mente ha hecho una asociación muy fuerte entre el banco y mi amada, de manera que al ver el banco es, en cierto modo, casi como si viera a mi amada y por tanto reacciono de forma similar. Cuando los famosos perros de Paulov salivaban al oír la campanilla no era porque se quisieran comer la campanilla, sino porque estaban entrenados para asociar ese sonido con la llegada de comida, así que el sonido producía en ellos la misma reacción que la comida, y salivaban incluso si no aparecía comida alguna.

Nos puede parecer que los mecanismos mentales de asociación son estupendos, o extraños, o absurdos, o ridículos, o interesantes. Da igual lo que nos parezcan, esos mecanismos están ahí y no van a desaparecer sólo por lo que pensemos de ellos. La publicidad sabe muy bien cómo funcionan y procuran explotarlo al máximo con excelentes resultados. Te ofrecen leche y te enseñan un paisaje natural verde con montañas, te ofrecen un coche y te muestran chicas guapísimas, te ofrecen galletas y te muestran niños felices y llenos de energía porque les encanta comerlas… y luego nosotros vamos y lo compramos. Y todos decimos, “a mí eso no me influye”. Pues lo siento pero sí, aunque tu parte racional y consciente se dé cuenta de la trampa, tu inconsciente cae y asocia las ideas. Por eso las compañías están dispuestas a gastar millones en publicidad, porque funciona.

La publicidad es un ejemplo de cómo usar esos mecanismos para manipular, engañar. Pero también se puede utilizar esos mecanismos para producir buenos resultados. El sistema de premio y castigo crea asociaciones positivas que refuerzan lo que hacemos bien y frenan lo que hacemos mal. Gran parte del proceso de aprendizaje se hace por asociaciones. Pero el gran poder de este mecanismo de asociación es que trabaja con la fibra más profunda de nuestro ser, con las emociones, y por eso pueden funcionar con mucha fuerza en los sentimientos religiosos al igual que en los sentimientos amorosos en general.

Si un gran patriota que ama a su país ve una bandera nacional, siente como si toda la esencia de su patria estuviese irradiando de esa bandera, y siente amor y orgullo. Si un enamorado ve una foto de su amada, al instante se le hace presente en su mente, y siente encenderse el amor por ella. Si una madre encuentra por casualidad en un armario el biberón que usaba su hijo hace años, cuando aún era un bebé, de repente se le vendrán a la cabeza montones de recuerdos y sensaciones del pasado, y siente amor por aquel bebé que su hijo fue y por el hombre que es ahora. Pero sería absurdo que alguien pensase que el patriota está enamorado de un trapo de colores, que el amante está enamorado de un trozo de papel o que la madre siente un cariño inmenso por un biberón de plástico. Es el poder evocador de esas cosas, las asociaciones mentales que hemos hecho con esas cosas, lo que hace surgir el amor dentro de nosotros. Eso lo entiende un católico, un protestante, un budista y cualquier ateo.

Niño ante crucifijo

Los católicos utilizan eficazmente este fenómeno natural como medio de potenciar sus sentimientos religiosos. Cuando miramos una bella estatua de Jesús crucificado sentimos la tremenda fuerza de su poder evocador y sentimos casi como si estuviésemos viendo al mismo Jesús ante nosotros. Cuanta más fuerza tiene esa evocación, cuanto más vívida es la asociación, más profunda será la reacción, más intensa será la emoción. Para que lo entienda un protestante, imagínese lo que su alma sentiría si pudiera volver al pasado y encontrarse con el mismísimo Jesús. Bien, eso no podemos hacerlo, pero cuando utilizamos a una imagen para representar a Jesús, estamos usando un truco eficaz para tener una experiencia intermedia. Desde luego no tan intensa como ver al Jesús real, pero mucho más intensa que simplemente imaginárnoslo en nuestra cabeza o sentirlo en nuestro corazón, porque también somos cuerpo, y no podemos dejar al cuerpo fuera de la adoración total. Y como todo, cada uno reacciona más intensamente a unas imágenes que a otras dependiendo de su carácter y de las asociaciones que durante su vida haya ido creando, igual que el Pablo de nuestra historia estaba “programado” por su pasado para reaccionar mucho más intensamente ante una imagen de la Virgen de igual iconografía que aquella que siempre había visto venerar en casa que ante otra imagen cualquiera de la Virgen, aunque todas ellas representen igualmente a la misma persona, María. De igual modo vimos cómo David tenía una fotografía de Sofía a la que, por varias razones, valoraba mucho más que a cualquiera otra de las fotos de Sofía que también tenía. Igual que es absurdo pensar que David estaba locamente enamorado de un trozo de papel pintado, también sería absurdo pensar que Pablo sintió amor por una estatua de piedra. Tanto la fotografía como la estatua están actuando como elemento evocador de una realidad distinta y superior, y tanto David como Pablo son absolutamente conscientes de que sus sentimientos no se dirigen al elemento evocador, sino a la realidad que esos elementos representan. Cuando David mira la foto está pensando en Sofía; cuando Pablo mira la estatua está pensando en María, y al pensar en María piensa en su hijo Jesús, o sea, en Dios, porque el papel de María es llevarnos a Él.

En la historia, David se lleva un disgusto cuando se le quema su foto favorita, pero sólo porque esa foto ejercía su poder evocador de manera más eficaz que las demás fotos (en ella Sofía estaba más guapa, tenía detrás escrita una dedicatoria y estampado su beso), e igualmente para Pablo esa estatua en concreto de María ejercía su poder evocador con mayor eficacia que las demás (su familia le había hecho asociar el recuerdo de María con esa iconografía en concreto, y además, cualquier persona valora más el original que una copia, por eso para Pablo la estatua de yeso de la Santina tenía un poder evocador importante, pero mucho más tendría el modelo original, María).

Algunas personas sienten tanta devoción por una imagen en concreto, que si se rompiera esa imagen se llevarían un disgusto enorme, pero ese caso sería comparable al disgusto que se llevó David cuando se quemó su foto preferida o al miedo de la madre de Pablo porque no se rompa la de yeso, y no sería un indicador de que esas personas estaban idolatrando a esas imágenes. En la mayoría de los casos, pasado el disgusto, esas mismas personas acabarán acostumbrándose a otra imagen, o a una reproducción de la anterior, y seguirán usándola como inspiración igual que antes a la otra.

Ahora sí, si una persona llega a obcecarse tanto con una imagen hasta el punto de olvidarse de la realidad que esa imagen representa, o sea, si la imagen se convierte en el objetivo último de su amor y se pierde la conexión con la realidad a la que representan, entonces esa imagen ya no sería un objeto evocador, sino un ídolo, y la persona estaría adorando a esa imagen (si es un contexto religioso) o amando a esa imagen. Eso es lo que le pasó, dice la leyenda, a Pigmalión, un escultor griego que hizo una estatua de Afrodita, y tan hermosa resultó, que acabó enamorándose de ella y ya no podía vivir sin la estatua. Lo vemos en este soneto que escribió Francisco Alvarez Hidalgo inspirándose en esa misma leyenda:

Desprecié a la mujer, fui intolerante
De su actitud ingrata y presumida,
Y decidí vivir solo mi vida
Sin compartir su espíritu ignorante.

De mi cincel surgió, bella y radiante,
Una doncella en el marfil dormida,
Despertando en el alma estremecida
La fiebre y los deseos del amante.

Mis manos la crearon tan hermosa
Que en mi mente no fue ya una escultura,
Sino obsesión intensa y luminosa.

Ante los dioses traje mi amargura,
Rogando me la dieran por esposa,
Y al punto cobró vida su figura.

Bueno, suponemos que cobró vida para él, en su mente, porque ninguna escultura se hace carne y hueso. Pero esto es un claro ejemplo de idolatría, aquí el escultor no piensa en una mujer cuando mira su imagen, piensa en la imagen como si fuera una mujer real de carne y hueso a quién puede amar. Nada que ver con lo que ocurre entre los católicos. Por mucha emoción que pueda desplegar un católico ante una imagen, es la realidad que esa imagen representa la que provoca la emoción.

Historia de las dos vírgenes rivales

No podemos negar que algunas personas muestran actitudes que verdaderamente nos hacen dudar de hasta qué punto utilizan la imagen como simple instrumento evocador o si han caído en la idolatría o en algún otro fenómeno psicológico. Usaré como ejemplo esta historia porque al pronto realmente hizo dudar a un amigo sobre si estábamos ante un caso exaltado de devoción o sencillamente de idolatría.

En cierto pueblo a orillas del Mediterráneo hay dos parroquias, cada una con su iglesia, ambas dedicadas a la Virgen, ambas con una estatua de María, cada una a su manera. Al ser un pueblo dividido en dos zonas, hay rivalidad entre ambas partes (esto podrán entenderlo muy bien la gente que vive en pueblos ni demasiado pequeños ni demasiado grandes). La rivalidad se nota a muchos niveles, y también en el plano parroquial. En Semana Santa hay un día en que cada parroquia saca a su virgen en procesión a la misma hora, y aunque cada procesión discurre por su zona, ambas cruzan la plaza mayor del pueblo (territorio común). El año que las procesiones coinciden al mismo tiempo en la plaza y las dos imágenes se encuentran juntas allí, se organiza un bochornoso espectáculo en el que cada vecindario grita lindezas a “su virgen” mientras lanza insultos (de bajo tono pero insultos) hacia “la otra virgen”. Es evidente que esta gente no está utilizando esas imágenes como elemento evocador de una realidad mayor, de María, que es una, sino que se están centrando en la estatua en sí, dándole un valor independiente de la realidad supuestamente representada. Es imposible gritarle a María “guapa” y al mismo tiempo decirle “qué virgen más fea, vaya porquería de manto que lleva”, más bien están ahí todos pensando en las esculturas, no en María.

Pero incluso en casos como este, no estamos ante una idolatría. Lo cierto es que esas estatuas siguen actuando como elementos evocadores de una realidad superior; el problema es que la realidad a la que representan ha cambiado. Ante un pueblo dividido en dos partes muy rivales,  “su virgen” ya no representa para ellos solamente a María, sino a su barrio. Desde su perspectiva, la “otra virgen” desde luego no representa para nada a María, sino a “los otros”, y por lo tanto usan ambas estatuas como símbolo de los dos bandos, igual que podríamos usar dos banderas como símbolo de dos naciones enemigas. Ninguno de ellos piensa que las dos imágenes son seres divinos, simplemente las están utilizando como estandartes, como elemento totémico, al menos cuando se encuentran en ese contexto en que ambos símbolos se contraponen.

Creo que este caso concreto es un buen ejemplo de cómo las cosas se pueden ver de una forma muy diferente desde fuera que desde dentro. La primera vez que mi amigo vio semejante espectáculo en la televisión se llenó de escándalo y pensó que eran unos idólatras. Cuando por un casual visitó el pueblo y conoció su ambiente y de qué manera hablaban de su virgen y de la otra virgen, comprendió que para ellos esas vírgenes tenían poco que ver con María ni con ningún otro ser, sino que las usaban como símbolo de sus identidades enfrentadas aunque todo ello presentado bajo una parafernalia de aspecto débilmente religioso. No estamos ante un fenómeno espiritual, sino ante un fenómeno psicológico y antropológico, incluso etnológico, y la acalorada reacción es la misma para los devotos católicos de ese pueblo que para sus convecinos ateos. Con otras representaciones de la Virgen ninguno de los dos bandos tiene problema alguno.

Si alguno considera eso un comportamiento absurdo, no estará juzgando un comportamiento católico, sino un comportamiento humano en general, aunque en esta manifestación concreta los símbolos de rivalidad se hayan mezclado por el avatar de la historia con símbolos católicos, pero símbolos que han perdido en gran parte (para algunos totalmente) su significado religioso, al menos en un determinado contexto. Sin duda esta situación incomodará grandemente a las autoridades religiosas del lugar, que tendrán que luchar más por erradicarlo, así como llena de estupor a los católicos de fuera, pero estamos hablando de un elemento psicológico, y la psicología humana es así de complicada y de curiosa, y las fronteras entre unas cosas y otras a veces se desdibujan. Tradiciones arraigadas durante siglos, que son asumidas igual por creyentes y no creyentes, terminan escapando en buena parte del control de la Iglesia porque pasan a formar parte de las tradiciones y la cultura general de un sitio y por tanto patrimonio de todos.

Si situaciones como esta fuesen cosa común, entonces las imágenes como instrumento del culto serían contraproducentes, pero al contrario, son casos muy excepcionales y anecdóticos que chocan precisamente por su extrema rareza y que no hacen sombra alguna al gran beneficio que normalmente aportan. Y no olvidemos que cuando cosas así ocurren, no es un problema de religión, sino de que la religión se ha mezclado con otras cosas y desvirtuado, y eso no sólo puede ocurrir con las imágenes, sino con cualquier otro elemento religioso o de cualquier otro ámbito humano. Hay unos predicadores en Estados Unidos que enseñan el Sermón de la Montaña como la clave para hacerse rico. Esa interpretación es una perversión del mensaje central de Jesús, pero no por esa perversión pensará nadie que mejor haríamos en olvidarnos por completo del Sermón de la Montaña.

Palabras finales

Para finalizar, recordemos que en la Iglesia Católica es frecuente usar imágenes por su poder evocador, pero no es obligatorio hacerlo. Las imágenes son un recurso poderoso y efectivo por su impacto psicológico para intensificar nuestros sentimientos y focalizar más eficientemente nuestra atención, por eso se pone esos recursos, esas herramientas, a disposición del creyente; o más exactamente, se permite que el creyente las use. Si quiere. Quien no necesita las imágenes o no está acostumbrado a utilizarlas, no tiene por qué hacerlo. La mayoría de la gente necesita oscuridad para dormir bien, pero hay alguna gente que le da igual si hay oscuridad o luz. Igualmente hay gente que reza con más intensidad ante una imagen, algo visible que puedan mirar (una cruz, una estatua, un cuadro, un símbolo, un recuerdo/reliquia) y gente que aparentemente le da más igual o al menos que no tiene esa costumbre. Lo que ningún católico hace es pedirle ayuda a un pedazo de madera, por muy bonito que lo hayan tallado, simplemente consideran a la imagen de madera de la misma forma que David consideraba a la foto de su novia: una manera de representarse con más facilidad e intensidad la realidad superior a la que esa imagen apunta.

Dicen que cuando el sabio señala la luna, el tonto se queda mirando el dedo. Los católicos miramos a la luna, pero siempre resulta útil y más rápido encontrar la luna cuando un dedo te indica en qué dirección se encuentra. Cierto, como paralelismo no es el mejor, la luna es demasiado fácil de encontrar con o sin dedo, así que digamos entonces que el dedo nos señala la posición de la estrella Sirio. Indudablemente se agradece que alguien te señale donde está, pero nadie pensará que cuando alguien te dice “mira la estrella Sirio” se refiere a la punta de su dedo índice. Por eso nos puede resultar tan incomprensible e incluso molesto y hasta insultante cuando alguien, sin entender bien qué ocurre, insinúa o afirma abiertamente que los católicos en lugar de mirar el esplendor luminoso de Sirio nos quedamos mirando como tontos la punta del dedo ¡y encima nos creemos que estamos viendo una estrella!

Si una persona puede entender que las historias de David y de Pablo muestran los mismos mecanismos psicológicos aunque sea en contextos diferentes, habrá logrado entender qué son y qué utilidad tienen las imágenes en el catolicismo. Y le sobrará toda la teología.


Serie sobre las imágenes
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